25.10.04

El camarero y... ¡la puta de oros!

Hoy me he vuelto a enfrentar con una cosa de aquellas que te tumban de espaldas, de buenas a primeras. Y no porque el tema sea impresionante y sobrecogedor. No, que, va, nada de eso. Te tumba por soporífera, por pedante, por sus cargantes segundas lecturas, por enfermiza, por... Seguiría dando numerosos motivos para que ninguno de ustedes se atreva a mirar La Virgen de la Lujuria, un engendro parido de una mente calenturienta y obsesiva, la del mejicano Arturo Ripstein. Les aseguro que he visto muchos cuelgues de Ripstein, pero como éste, ninguno. Ha significado mi adios definitivo al cineasta. Para mí se ha acabado totalmente ese universo tan sofocante e intelectualoide de Ripstein.

Sin embargo me resulta curioso y alarmante que cuatro sabios aún lo tengan bien considerado, como uno de los maestros “indiscutibles” del cine mejicano actual. Déjenme que me ría yo de eso. ¿Maestro de qué?. Recuerdo que, en los años de escuela, también tenía algunos maestros que, precisamente de eso, de maestros, no tenían nada. Ni el bolígrafo, que era un miserable Bic.

La película es como un cocktail ensombrecido y teatral (falta el apuntador en una esquina) que baraja, sin orden ni concierto, multitud de conceptos dispares para escupirlos a la cara del espectador sin miramiento alguno, ambientándolo todo ello allá por los años 40, en la ciudad de Méjico y, concretamente, en unas galerías interiores, a las que parece que el tal Ripstein les agarró un cierto cariño, ya que no sale ni por asomo, con la cámara, de allí dentro en todo su apabullante metraje (dos horas y media de esas que parecen cuatro). Y, para hacerlo todo más patético, puebla su película de una fauna totalmente inconexa de personajes desarraigados y sombríos, interpretados por un plantel de actores forzadísimos que parecen en, todo momento, estar recitando un libreto, al estilo de aquel viejo teatro encorsetado en el que todo sonaba a muy falso y exagerado. Como ejemplo, sólo les diré que Incluso la Ariadna Gil está de lo más desgraciadita en este título. Da hasta cierta grima verla actuar... aunque está buenorra, todo hay que decirlo.

Todo ello para narrar una historia de amor imposible, entre un camarero tontainas y una puta sin remisión. El primero se cuelga totalmente de la prostituta, pero ésta, una borrachuza y drogadicta de mucho cuidado, pasa de él y sigue soñando con volver al lado del tipo que, según ella, mejor se la folló. ¿Y saben quien resulta ser el gran follador? Pues un enmascarado. Si, tal como lo leen. Un profesional de la lucha libre, de esos enmascarados, como Santo o Blue Demon, pero, por lo que cuentan de él, con una polla de oro. Cuidado con el potrillo enmascarado ese. Y la tía, empecinada en dar con éste otra vez, utiliza al camarero como le sale de los ovarios. O, mejor dicho, como le sale de los pies, ya que el doméstico bobo, el único contacto sexual que tiene con ella es cuando se pone a chuparle los pies, dedo a dedo y durante muchos minutos. Y varias veces a lo largo de la proyección. ¡Aguanta mamonada total!. Y aquí no acaba todo, pues no se sabe bien porqué, aparece un grupo de republicanos españoles exiliados, encabezados por Juan Diego, que se pasan las tardes de tertulia en el bareto, intentando comerle el coco al barman, que, según ellos, está explotado por su jefe.. Pero a mí me da que, en realidad, lo que quería el Juan Diego es que el obrero maltratado de las piececillos le cocinara, de tanto en cuando, una buena fabada, para dejarse de tantos chiles y recordar un poquito el sabor de la madre patria. Además, creo yo que, posiblemente, sea esa la única idea central coherente del pastiche éste. Y no otras, por mucho que el Ripstein se empecine en anotar. ¿Saben que, aparte de todo lo expuesto y para más cachondeo, el tío de los lenguetazos a los pies, para borrar de su mente la figura de la puta, empieza a obsesionarse en asesinar a Franco?... Y va y, como gran golpe final, en su último acto, veinte minutitos extras. Nos quita el color y, en blanco y negro, representa una obra teatral, como esas progres de finales de los setenta, plagada de simbolismos y con enmascarados de torso desnudo, en la que incluso le pegan un balazo a un busto del dictador ferrolano. ¡Vaya doble lectura tan potente! De pena, oigan. Pero de pena, pena, pena.

Tendrá mucho fondo, mucho movimiento de cámara y mucha gilipollada, pero el cine de arte y ensayo ya murió hace unas cuantas décadas. Ahora sólo lo hacen destinado a cuatro tipos –siempre los mismos- que, en realidad, se aburren mucho ante según que obra, pero, para cuidar las apariencias y no quedar como incultos ante otros burros que les comen a sus pies (como el camarero), han de aparentar que han disfrutado como cosacos. ¡Que grandes cuentistas! ¡Que majaderos! Y lo digo de verdad, no me entra en mi cabecita que alguien haya podido disfrutar con esta cosa. Por cierto, ¿tendremos para mucho aún con según que vacas sagradas?

Y para acabar, vuelvo a insistir en lo mismo. La Virgen de la Lujuria es mala. Muy mala. Lo digo así, llanamente. No tengo otras palabras más clarificadoras. La Virgen de la Lujuria, con perdón (o sin él), es una PUTA MIERDA. Y que nadie se ofenda. El ofendido tendría que ser un servidor, por aguantar durante más de dos largas horas los demonios personales del director. ¡Venga, señor Ripstein, váyase al psicoanalista y déjenos en paz!

Si quieren rematar esta sesión, pinchen aquí y asómbrense de las opiniones (o alucinaciones) que el propio Ripstein vierte sobre su film.

Buffff!!!! Que descansado me he quedado, créanme.

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