14.11.04

Leyenda urbana

Hoy el día ha pintado mejor, mucho mejor. En primer lugar porque he estado comiendo en compañía de mi sobrino, Absencito. Está hecho toda una fiera. El chaval no tiene rival, está claro que saldrá a su tío. En segundo lugar porque, solo levantarme, me he solazado con sus esperanzadores comentarios y, a continuación, me he puesto en el DVD una película de esas que, en su tiempo, se me antojó un entretenimiento envidiable. Estoy hablando de Capricornio Uno.

La película se debe a Peter Hyams, todo un artesano en eso que ha dado en mal llamarse, despectivamente, cine de evasión. Y digo lo de mal llamarse porque, según algunos, el verdadero cine va mucho más allá de la simple y llana distracción. Patrañas. El buen cine se puede encontrar en todas partes. ¿O es que acaso, por poner un ejemplo, John Sturges, el de La Gran Evasión, hacía cine patatero? Bueno, volvamos a Hyams, Peter Hyams. El hombre, he de reconocer, que, últimamente, no da pie con bola. No tiene suerte en los encargos que le hacen y, excepto raras excepciones (como ese entretenido Relic), se ha convertido en un especialista en filmar trabajos para gente como Van Damme o Schwarzenegger, aunque eso sí, de manera correcta. Y es que, sobre sus espaldas, pesa mucho oficio y dedicación.

No en vano, en los años 80, consiguió su producto más preciado. La estimable Atmósfera Cero. Uno de los films de ciencia-ficción más estimulantes de esa época y que, al mismo tiempo, destacaba muy por encima del film en el que se basaba, ya que el mismo era un inconfeso remake de uno de los grandes westerns por excelencia, Solo Ante el Peligro, uno de los pioneros en eso que dió en llamarse el western psicológico.

Pero tres años antes de esa Atmósfera Cero, Hyams dejó muy claro su oficio de artesano en el género con ese Capricornio Uno que hoy he vuelto a disfrutar. La cinta, para aquellos que nunca la hayan visto, es modesta e impecable. Y con un valor añadido. Un valor importantísimo. El paso del tiempo no la ha dañado en lo más mínimo. Todo al contrario. Tanto estética como narrativamente hablando, Capricornio Uno resulta avanzada a su tiempo, y más si tenemos en cuenta que su fecha de producción es de 1978.

La película se ampara en una leyenda popular que todos hemos oído en alguna ocasión. Ahora que está de moda eso de las conspiranoias y sociedades borderlines (tan sólo han de leer, para ponerse al día, el largo post múltiple de mi cuñado Absence), hubo una temporada que, en cualquier charla de bar entre amigos, siempre salía el avispado que aseguraba que la llegada del hombre a la Luna era una pura falacia y que, en realidad, el loado Armstrong era todo un impostor en pro del status yanqui. O sea, el glorificado astronauta de marras no se había movido de su casa y todo lo que vimos por televisión, esas borrosas imágenes ralentizadas en blanco y negro, se había filmado en un secretísimo estudio cinematográfico. Yo aún recuerdo ese día. Tan sólo tenía 10 años y mi padre, entusiasmado, me levantó de madrugada para poder ver el histórico evento. En mi retina quedaron esas imágenes y en mi oído la voz de su narrador, Jesús Hermida. Y eso, quieran que no, marca un carácter.

Pues nada, que Hyams, en su película, nos viene a contar lo mismo. El hombre, de todas maneras, en la película, ya ha conquistado la Luna. Y van a por Marte. Todo está preparado para la nueva cima histórica. Pero todo es un montaje, tal y como muchos habían creído sucedió en el caso de la Luna. Los astronautas elegidos son los primeros sorprendidos ante el pavoroso montaje y, como temen posibles represalias, aceptan a regañadientes fomentar el engaño. Pero un periodista avispado (el gran Elliott Gould), alertado por un bonachón empleado de la NASA ante ciertas irregularidades en su ordenador, iniciará una complicada investigación para desfacer el entuerto.

Capricornio Uno es uno de esos títulos entrañables. Su inocencia hace que se convierta en una película agradable. Y todo gracias al buen hacer de su director, un tipo hábil en crear tensión y en conseguir, al mismo tiempo, un producto de evasión redondo al cien por cien, sin pedanterías ni segundas lecturas y yendo al grano en todo momento. Y es que, por aquel entonces, Hyams era un hombre con vista a la hora de manejar su cámara. Sólo así pudo conseguir escenas tan bien acabadas como aquella en la que, el reportero interpretado por Gould, se encontraba al volante de un automóvil descarriado o, en su parte final, en donde un par de helicópteros militares, totalmente equipados, perseguían por los cielos de un rocoso desierto a una avioneta pilotada por Telly Savalas (aka Kojak), en un pequeño pero divertidísimo papel.

No se corten. Si nunca la han visto, recupérenla lo antes posible. No es ninguna joya, ni nos ofrece nada nuevo. Es un film ameno y endiabladamente infantil, pero con un savoir faire de esos que provocan envidia. Un producto de consumo apto para consumir durante toda la vida. Sin Caducidad. Sin reservas. Y con mucho cuerpo, igual que los buenos vinos con el paso de los años.

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