13.4.05

Barbero & Martin: Tunantes

En realidad, ¿se necesitan a dos directores para conseguir un producto tan infecto e insustancial como Tuno Negro? La cinta, dirigida por un tándem de mucho cuidado, Pedro L. Barbero y Vicente J. Martín (Barbero & Martin, una alianza que más parece el logotipo de una empresa de transportistas), a pesar de resultar un trabajo desastroso (y vergonzoso), ha acabado convirtiéndose en un gran entretenimiento para los más gamberros de la casa, aquellos que siempre han babeado con el llamado cine basura (o cine casposo, elijan aquello con lo que más se identifiquen), tan reivindicado en los últimos tiempos.

Tuno Negro atiende a todas las constantes de aquellos viejos filmes hispanos que, protagonizados y dirigidos por Paul Naschy (y al que, indudablemente, se le echa de menos en esta película), pretendían atemorizar a las plateas de doble sesión, consiguiendo tan sólo enormes risotadas de los presentes. Todo se aúna en este tuno descarriado para convertirse, con todos los honores del género, en un título más de esos rancios productos ahora de culto.

Si en los 60 y 70, Naschy, Aguirre, Ossorio y compañía recurrían al universo creado por la gran Hammer británica, llenando las pantallas de hombres lobo y condes Drácula de tres al cuarto, Barbero & Martín (¿transportistas?) han decidido calcar un precedente más cercano y exitoso como es la taquillera trilogía de Scream. Así, el enmascarado asesino, de careta blanquecina y cadavérica, se convierte en un oscuro y violento tuno (¡qué canto más fermoso al españolismo!), y Maribel Verdú, la chica protagonista de su prólogo, en la innegable socias de la Drew Barrymore del primer Scream, aunque con grandes diferencias: mientras en el filme de Wes Craven la tensión enmudecía al espectador, en Tuno Negro, la misma brilla por su ausencia, anunciando tan sólo que tras ese inicio patatero se esconde un bravucón fabricante de risotadas.

La historia transcurre en una Universidad salmantina (¡empiece a temblar, REFO!), lugar en el que un tuno enloquecido empezará a asesinar maquiavélicamente a aquellas chicas que peores resultados obtengan en sus exámenes. ¡Basta la masificación universitaria! El tío se muestra muy sibarita en sus faenas, pues incluso, aparte de actuar con nocturnidad y alevosía, el muy pervertido va provisto de una web cam (pues Internet está de moda y era la manera de atraer al cine a cuantos más internautas mejor). Una joven estudiante recién llegada, con la cara de Silke (¡qué mal lo hace la muy pija!), se pondrá a investigar quien es el tunante que se esconde tras esas vestimentas oscuras.

No sólo es un festival barroco de las contrastadas malas artes de Silke, pues por Tuno Negro también pululan nombres de lo más florido de nuestro cine actual: Jorge Sanz, con esa habitual e incomprensible dicción suya (¿tanto le costaría pagarse a un educador de voz y vocalizar como las personas normales?); un inexpresivo Fele Martínez (¡quién te ha visto y quién te ve, chico!) y, como colaboración especial, Eusebio Poncela, en la piel de Don Justo, un sacerdote un tanto amanerado y muy, pero que muy sospechoso. Bueno, en realidad, en la cinta, no hay personaje que Barbero & Martin no hayan puesto en la picota, pues todos, del primero al último, hacen que resulten dudosos para el espectador. De eso se trata. De sufrir y de adivinar quién es el malo maloso de la función. Lo nunca visto.

Es horrible, patética, aunque les voy a recomendar que no le hagan ascos al trabajo de Martín y Barbero (tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando) y, si no la han visto, dispónganse a pasárselo en grande con una de las mayores bufonadas de nuestra filmografía. Piensen que, en menos que canta un gallo, se convertirá en una película de retrospectiva. Basura, pero de culto al fin y al cabo.

Por cierto: si algún día se enfrentan a ella, no se pierdan una de las escenas más delirantes de la historia del cine, en la que un policía, aplicando al pie de la letra eso tan manido de es mejor prevenir que curar, empezará a disparar con saña a todo tuno que se plante ante él. Una matanza gloriosa, sí señor.

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