5.4.05

El viejo bobo

Les puedo asegurar que nunca me cansaría de mirar En el Estanque Dorado, la comedia sentimental que en 1981 dirigiera Mark Rydell, un viejo artesano que había tocado todos los géneros hasta ese momento. Soy consciente de que muchos la encontrarán blanda, dulzona, muy poquita cosa. Pero, para mí, es una de esas películas que cada vez que la reviso me vuelve a emocionar. Siempre descubro un nuevo detalle que me reconforta. E, inevitablemente, es de esas en las que, en su parte final, me encanta soltar la lagrimita, dejarme llevar hasta el límite por los sentimientos. Debe de ser como una especie de terapia para mí.

La base de la película es extremadamente sencilla. Basada en una obra teatral de Ernest Thompson, y guionizada por el propio autor, nos habla de un matrimonio mayor, de la tercera edad. Aprovechando su jubilación, deciden pasar unos días en la vieja casa que poseen junto a un idílico lago, el Golden Pond. Él, Norman Thayer, es un viejo gruñón, un cascarrabias amargado por su jubilación que destila un trato un tanto cínico para con los demás. Ella, su esposa, es Ethel Thayer, una buena mujer, enamorada aún de su peculiar marido, que intentará lo imposible para hacer más llevaderos esos días en el lago junto a él, su viejo bobo, tal y como le llama de manera cariñosa. La aparición de la hija de ambos, Chelsea, junto a su nuevo prometido y el hijo de éste, cambiará un tanto los planes de la anciana pareja.

Ante todo, En el Estanque Dorado es una película de actores. O, mejor dicho, una película para lucimiento de un actor mayúsculo, Henry Fonda. De hecho, la cinta es un regalo de Jane Fonda (Chelsea en el film) a su padre, pues ella tomó parte activa en la producción de la misma, para ofrecérsela en bandeja de plata a su progenitor. Y Henry Fonda, el gran Fonda, aprovechó la ocasión para desgranar uno de sus mejores personajes en la pantalla grande, el del citado Norman Thayer. Y es que ese personaje siempre me ha tocado en lo más profundo. Su carácter, su corrosivo sentido del humor y su latente miedo a la muerte siempre me han hecho pensar en mí mismo cuando llegue a esa edad, a esa temida tercera edad. Allí, Fonda, metido en la piel de ese émulo de un Groucho senil, me hace reír y llorar a partes iguales. Sus diálogos desgranan inteligencia y él, modélicamente, supo aprovechar al cien por cien esa gigantesca oportunidad que le brindó su propia hija. Y, gracias a su espléndido e inmejorable trabajo, se hizo con el Oscar a la mejor interpretación de ese año. Cuatro meses después de recibir el preciado galardón, el actor nos dejaría para siempre.

Katharine Hepburn también consiguió la estatuilla por su labor en la misma, aunque ella ya llevaba acumulados, en esa época, la cantidad de tres Oscar. Tocada fuertemente por el Parkinson, en el film de Rydell, afrontó con carácter el rol de Ethel, una mujer dura, conocedora de todos los puntos débiles de su antipático marido y que, con sus buenas artes, intentará romper para siempre las rencillas que han mantenido distanciados a éste de la de hija de ambos, una Jane Fonda anulada y ridiculizada por el despótico carácter que demuestra su padre con ella.

Mark Rydell, para llevar a cabo la traslación cinematográfica de En el Estanque Dorado, optó por una realización plana pero relajante, placentera, dejando el protagonismo tan sólo a sus estupendos actores y utilizando su cámara de manera casi testimonial. Sin disonancias visuales innecesarias y quedando totalmente en un estimable segundo plano, se apoyó en la tierna banda sonora -compuesta por un inspirado Dave Grusin- para resaltar los pasajes más delicados de la narración. Rydell, a través de su discreción, demostró ser totalmente consciente de estar enfrentandose a dos monstruos de la interpretación y a un guión lleno de diálogos agudos. Un guión que apuntaba, sin lugar a dudas, a la emotividad más sincera, sin truculencia alguna. No en vano, su libreto también fue premiado ese mismo año en la ceremonia de los Oscar.

En el Estanque Dorado tiene un poco de todo. De todo y bien. Habla de la vejez, de la enfermedad, de la amargura, del amor y del odio. Deja bien clara la estupidez del género humano, capaz de buscar malos rollos en donde nunca tendrían que haber existido, sólo para alimentar la malsana autocomplacencia. Es una joya de película. Pequeñita, sin pretensiones, pero una joya que, con los años, se ha ido revalorizando.

Por cierto, si algún día la miran, fíjense en el extraordinario parecido entre el anciano Henry Fonda y el Clint Eastwood actual, Y si mucho me apuran, empiecen a imaginarse a Joan Manuel Serrat un poco más mayor y verán en él a una mezcla entre Fonda y Eastwood.

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