17.5.05

De folletos turísticos... y poca cosa más

Ayer les hablaba maravillas de Atraco Perfecto, un análisis vitriólico sobre los preparativos y ejecución de un robo perpetrado con total alevosía. Hoy voy a cruzar la frontera y volcar todo mi odio sobre la ridícula antítesis de la brillante película de Kubrick. Se trata de El Gran Golpe. Otro tipo de robo, con sus preparativos incluidos, totalmente apayasado y con unos actorcillos de tres al cuarto.

Es el momento de decirlo con la frente bien alta y de manera clara: Pierce Brosnan no sabe ni fruncir las cejas (¿cómo le salió tan bien su trabajo en El Sastre de Panamá?); mientras que Woody Harrelson es un comediante penoso, de esos cuyo único recurso interpretativo se basa en gesticulizar y hacer muecas constantemente, pues le va en demasía eso de la sobreactuación (aún no entiendo como este tipo se labró cierta reputación). Y de Salma Hayek, la tercera en discordia en este disparate de película, es mejor ni hablar.

Supongo que después del éxito del correcto remake de El Caso Thomas Crown, la elección de Brosnan para volver a interpretar a un ladrón de altos vuelos era un tema más que cantado. Y éste, ahondando en la ley del mínimo esfuerzo, vuelve a dar vida a uno de esos típicos vividores que siguen siendo elegantes a pesar de lucir una barba de tres días, pues ese es el look del que hace gala el actor durante todo el metraje. Su personaje es el de Max Burdett (yo le habría rebautizado como Max Bidett, para hacerlo un poco más exótico), un hombre que sólo utiliza sus pocas neuronas para follar con su novia (cómo no, la Hayek bajo el sonoro nombre de Lola Cirillo) y para planificar sus robos millonarios.

La Hayek, como era de esperar, está en la película como mero florero, como un detalle ornamental más, mientras que Harrelson da vida a Stan Lloyd (por sus burradas, un émulo perfecto de otro Stan, Stan Laurel), un sempiterno agente del FBI obstinado en dar caza, al precio que sea, al ladrón de guante blanco después de que éste, en más de una ocasión, se le hubiera escapado con el botín ante sus propias narices. Un asunto personal, vaya.

La cinta es más de lo mismo, pero sin ningún tipo de salsa. Ridícula y risible son sus mejores (y únicos) adjetivos. Tras un penoso prólogo inicial en el que queda claro el rol de cada uno de ellos, el resto del metraje pasa a desarrollarse en una paradisíaca isla de las Bahamas, lugar en el que ese moderno Arsenio Lupin intentará hacerse con una preciada joya ante la atenta mirada del federal obsesionado. Concretamente, más que en la citada isla, la acción acaba transcurriendo en el Atlantis, un lujoso hotel ubicado en ese enclave geográfico. La cámara sigue a ese terceto de actores en sus diatríbicas relaciones por varios rincones de ese centro: sus piscinas, sus diversos restaurantes, sus ostentosas suîtes, sus acogedores bungalows… Su mínimo argumento acaba amoldándose a los intereses publicitarios de la empresa hotelera. No hay intriga alguna, todo es previsible. Tan sólo hotel y más hotel. Ideal sería añadirle, al principio y al final, una voz en off: “pase sus vacaciones estivales y remójese los piececillos en las cristalinas aguas de las playas que bañan nuestro hotel, el lugar de ensueño en el que Brosnan se lo montaba con Salma Hayek”. Un publirreportaje en toda regla. Descarado, pues ese hotel, el Atlantis, existe en realidad.

No les voy a amargar más la existencia con este engendro. Yo, al menos, no me la amargué demasiado. A los 45 minutos de proyección decidí huir raudo del cine pues, ante una absurda escena en el que un encolerizado Wioody Harrelson descargaba toda la munición de su revolver sobre un tiburón recién pescado, una pregunta crucial se cruzó en mi cabeza: "¿Qué coño estoy viendo?". Respuesta: "levántate y anda".

Tomen buena nota del nombre de su director. Vale la pena retenerlo en la memoria. Brett Ratner. El de El Dragón Rojo.

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