11.7.05

Samsonite

El viernes pasado se reestrenó en la cartelera barcelonesa Oscar: Una Maleta, Dos Maletas, Tres Maletas, una comedia francesa de mediados de los años 60 protagonizada por Louis de Funes, un cómico extremadamente histrión que, sin embargo, consiguió geniales interpretaciones a la hora de encarnar a tipos malcarados y quejicas.

El hombre tuvo una filmografía ciertamente irregular, pero a pesar de ello, durante un par de décadas, se convirtió en un personaje muy popular, sobretodo gracias a la serie de largometrajes en los que dio vida a Cruchot, el gendarme de Saint-Tropez, y al comisario Juve, el eterno perseguidor del enmascarado Fantomas.
La mayoría de sus películas eran bastante flojillas, por no decir olvidables. Pero él siempre tenía alguna que otra escena genial, debido ante todo a la personal composición que hacía de sus personajes. Bueno, mejor dicho, de su personaje ya que, interpretara a quien interpretara, siempre guardaba las mismas constantes. Un caricato insuperable, nervioso y destructivo que, a pesar de su repetitivo estilo actoral (criticado, con cierta razón, por muchos), no ha tenido sucesor alguno. Gustara o no, era único en su género. A veces (bastantes), en momentos de agitación, me acabo identificando con él.

De todas maneras he de confesar que, antes de volver a ver Oscar, me temía lo peor. Estaba casi seguro que la película habría envejecido por completo. Y cual fue mi sorpresa cuando descubrí que ésta aguantaba perfectamente. Ese inevitable look sesentero y afrancesado de los films de esa época (colores chillones, muebles estrambóticos y estancias de diseño popero), ayudan incluso a vigorizarla. No olvidemos que, en la actualidad, se están volviendo a imponer los mismos cánones estéticos que entones. Odio la moda, pero la realidad es ésta.

La cinta, basada en una obra teatral de Claude Magnier, contiene todos los ingredientes habituales en el vodevil más disparatado. Puertas que se abren y se cierran; personajes que aparecen y desaparecen de escena para dar paso a terceros; embrollos delirantes causados por equívocos y malentendidos y, ante todo, un ritmo trepidante. Nunca decae la historia. Al contrario, cada vez va subiendo su tono. Edouard Molinaro, su realizador, sabía bien lo que se llevaba entre manos. En esos años era el rey del género en su país, con lo cual, con su elegancia artesanal, dotó a Oscar de una agilidad especial.

La historia es sencilla. Como bien indica su subtítulo español, entran en juego tres maletas. Una contiene ropa interior femenina; las otras, una ingente cantidad de billetes y un montón de joyas. El interior de la inmensa y lujosa mansión de Bertrand Barnier -un adinerado e irritable empresario, casado y con una hija-, es su único decorado. Un chantajista cínico, un falso embarazo, un masajista tonto y la esperada confusión de maletas se encargan del resto.

La enajenación está servida. Molinaro pone el nervio tras la cámara y De Funes hace lo propio ante ella. Chilla, tiembla, desmesura su rostro y suda. Sube y baja escaleras sin parar; maltrata a cuantos se cruzan en su camino; pierde el control cada dos por tres e incluso, a veces, golpea e insulta. Su personaje de siempre pero, en esta ocasión, al cien por cien. Y, en un momento determinado, sus impulsos desenfrenados le hacen perder la calma. Y con la calma pierde el habla. Es entonces, en ese instante, cuando De Funes, en la piel del furibundo y descompuesto Bertrand Barnier, logra uno de los mejores pasajes de su carrera: inesperadamente, se transforma en el Gran Mimón y ayudado tan sólo por su inimitable expresión facial y la gesticulación desmedida de su pequeño cuerpo, acaba destrozando literalmente su propia nariz para, a continuación, explotarse la cabeza. Genial. Sencillamente talentoso.

No busquen en Oscar nada del otro mundo. Es un divertimento sencillo. Juega con los diálogos, complica la trama a medida que esta va avanzando y se apoya (un tanto tramposamente) en el savoir faire de un metódico Louis de Funes, el cual repite (pero al mismo tiempo amplía) sus tics y trucos de siempre.

En 1991, John Landis -retocando mucho el argumento y contando con un patético Sylvester Stallone como protagonista-, dirigió un innecesario e insoportable remake. Era el inicio de la decadencia del realizador norteamericano.

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