12.9.05

Por prescripción facultativa (3ª parte)

Ante mí se estaba filmando una de las escenas cruciales de El Perfume. En el patíbulo montado en el centro de la Plaza Mayor se encontraba Ben Wishaw, el actor protagonista. Mientras, Alan Rickman, el malo de Jungla de Cristal, se acercaba decidido hacia el cadalso, espada en mano, sorteando al pueblo llano que, en esos momentos, yacía tumbado en el suelo. Eran unos 420 figurantes, hombres y mujeres, la mayoría de ellos desnudos completamente y fingiendo realizar el acto sexual. Del primero al último, agrupados en parejas y en tríos. Sobándose y besándose, sin pudor ni reticencia alguna, con total desparpajo.

Empecé a sudar. “¿Dónde narices me he metido?”. El sudor cada vez era más frío. La sotana pesaba de manera exagerada. Y viviendo la misma situación que yo, también estaban mis dos colegas disfrazados de gente bien. Ellos tampoco lo veían nada claro; la nobleza se temía lo peor. La secuencia se repetía una y otra vez. “¡Acción!” "¡Corten!”. Muchas veces esa orden. Demasiadas. Los extras en el suelo, a su rollo pasional, y Alan Rickman pasando sobre ellos y evitando la posibilidad de pisar algun miembro erecto.

Entre toma y toma, aprovechaba la ocasión para salir de la estancia en la que me tenían recluido y dar una vuelta, con mi ropaje eclesiástico, entre los desnudos, con la única y sana intención de refrescarme un poco; sin ningún tipo de malicia. Tetas, penes, nalgas y coños se multiplicaban ante mis ojos. Los propietarios de dichas piezas anatómicas, empleaban esos minutos de sosiego en beber agua o fumar algún cigarrillo. En mi deambular, pasé con total dignidad eclesiástica ante un trío compuesto por una chica y dos chicos. La voz de ella retumbó en mi cabeza:

- Santidad, ¿quiere unirse a la fiesta con nosotros?

Ignoro sí el tratamiento de Santidad es lícito para un obispo, pero con buenos modales le expliqué que, como miembro de la Iglesia, había hecho voto de castidad y me era imposible fornicar con desconocidos. Acto seguido huí por la retaguardia, regresando a hurtadillas al lado de mis dos compañeros de fatigas. La verdad es que deberían ser ya las dos del mediodía y aún no había pegado ni golpe. Aunque presentía lo peor. ¿Harían que el obispo se enfrascase, en pelota picada, en esa cuchipanda callejera?. Imposible. Cuando hace un par de meses me presenté al casting, me preguntaron si querría formar parte de esa escena. Mi negativa fue rotunda pues, en el fondo, soy un hombre de buenas costumbres (y dudosos modales). Uno de mis colegas, al que de los nervios se le empezaba a torcer la peluca, me aseguró que él también había dejado clara su disconformidad con el tema al igual que yo. Eso me tranquilizó un poco, pues por unos instantes me había imaginado sobre el palco obispal, con la sotana desabrochada y blandiendo el pene a los cuatro vientos.

Más relajados, seguimos haciendo conjeturas sobre cual sería en realidad nuestro cometido en el film. Por fin llegamos a la conclusión de que formaríamos parte del cortejo de llegada al aposento presidencial para, a continuación, abrir y oficiar la ceremonia de la supuesta ejecución del protagonista. A pesar de ello, mi vista seguía, disimuladamente, los movimientos de las numerosas féminas insinuantes que por allí estaban congregadas.

Un par de chicas del equipo técnico rompieron nuestra tertulia. Estaban a punto de filmar la última toma de la mañana. Aprovechando el descanso, nos hicieron cruzar el set de rodaje y nos condujeron al otro lado de la plaza, pasando entre los numerosos pecadores allí tendidos. Un verdadero amasijo de carne humana entremezclada de mil formas diferentes. Aproveché el desplazamiento para ir bendiciendo a cuantas almas perdidas e impúdicas se cruzaban en mi camino, al tiempo que tendía ambas manos, a algunas jóvenes atractivas y descaradas, para que besaran mis dos anillos. “Dios os bendiga, cervatillos míos”.

Una muchacha del vestuario nos colocó una especie de babero gigante sobre nuestros disfraces. Era la hora de comer y, suponiendo que deberíamos ser una especie de gorrinos a la hora de sentarnos ante una mesa, tomaron sus precauciones para que no les manchásemos las vestimentas.

El comedor de los VIP estaba situado fuera del Pueblo Español, cruzando la carretera de Montjuic. Los turistas que pululaban por el lugar, al vernos aparecer de esa guisa, hicieron todo tipo de comentarios. Un japonés, armado de su cámara fotográfica, consiguió que posara para una instantánea al lado de su mujer y sus dos hijas. Un obispo con babero les debió resultar ciertamente curioso.

La comida no era nada del otro mundo, aunque bastante soportable. Lo mejor fue la botella de Rioja que me bebí, mano a mano, con uno de los colegas, mientras observábamos atentamente la cara de mala leche que metía Alan Rickman zampándose, a toda prisa, un estofado de cerdo ibérico.

Un pitillo, un cafetito y vuelta al trabajo. Cruzamos de nuevo la carretera. Di la bendición a un automovilista que detuvo su coche para dejarme pasar. Entramos otra vez en el Pueblo Español. La hora de mi debut estaba cercana. Los nervios empezaban a hacer mella en mí. La Plaza Mayor estaba aún bastante vacía. Algunos figurantes aprovechaban las sombras para pegarse una siesta. Los técnicos cambiaban la posición de las cámaras, dirigiendo el objetivo de éstas hacia el palco en el que estaba plantado el trono del prelado; mi butaca, el lugar en el que daría mi primer paso hacia el estrellato. Sólo faltaba saber cual sería exactamente nuestra función sobre ese entarimado.

Uno de los colegas con los que había pasado toda la mañana se encontró con un conocido que hacía de figurante. Este nuevo personaje, en contraste con nuestra galanura y lujo, vestía unos andrajos bastante repulsivos. Entre los tres, esperando el momento del rodaje, decidimos ir a un bar del Pueblo Español a tomar una copa.

Igual que cada día, ese enclave turístico estaba abierto al público, excepto su acceso a la Plaza Mayor, la cual estaba acotada sólo para los que formábamos parte de la filmación. Ya pueden ir imaginándose el alborozo que causamos cuando un obispo, un elegante hombre de la realeza y un purulento mendigo de hace un par de siglos, entramos en un chiringuito plagado de guiris. Un orujo, un Aromas de Montserrat y un carajillo de Pujol fueron nuestras respectivas consumiciones. Yo me apunté al orujo, chupito al cual fui convidado amablemente por mi compañero, el caballero elegante.

Volvimos a la plaza. Una chica de vestuario me pilló al vuelo y me avisó que, en pocos minutos, sería mi turno. Literalmente hablando me secuestró, recogió el babero, repaso mis vestimentas, me colocó una gigantesca capa entre la casulla y la sotana y se quedó con mis gafas. El báculo, según me informó, me esperaba al lado del butacón obispal. Por unos instantes me imaginé en el Vaticano solicitando una entrevista papal.

Con todo ese atuendo encima, me encaminó hacia el palco. Subí unas pequeñas escalinatas y, allí, al lado de la butaca y elevado en primera línea, me sentí como Dios.

- Por cierto, ¿qué tengo que hacer exactamente? – le pregunté a la joven de sastrería que me había acompañado hasta la palestra.

- ¿Las chicas de producción no te han dicho nada? – inquirió un tanto extrañada.

- No. La verdad es que no – respondí.

- Tu tranquilo. Mientras no te digan nada, siéntate en el trono y aguanta el báculo con la mano derecha.

Dicho y hecho. Me aposenté cómodamente en el trono y empecé a observar al equipo técnico y a los 420 figurantes semidesnudos que volvían a sus posiciones. Yo estaba en el mismo centro del entarimado. Varios extras, hombres y mujeres, empezaron a ocupar posiciones en las tres gradas situadas tras de mí. Algunos de ellos estaban casi en cueros. Empecé a tragar saliva. Recordé de nuevo a mi doctor y sus dudosos consejos. Ese tío, desde su despacho, debió echarme algún mal de ojo. Necesitaba urgentemente mi medicación o, en su defecto, otra copa de orujo. ¿Es normal que un obispo esté rodeado de gente con pollas, vaginas, culos y pechos fuera de sus habitáculos habituales? Y yo allí, sentado con mi sotana, la capa y el báculo de los cojones.

Intenté calmarme. Un obispo no puede follar así como así. No es normal. Ni la medicación ni el puto orujo aparecieron. Estaba perdido. El “tierra trágame”, que repetía constantemente para mis adentros, no surtió efecto alguno. La tierra se mantenía firme y yo no sabía dónde estaba ni que podía ocurrirme. Los 420 figurantes se despelotaron del todo, formando sus parejas y tríos igual que antes de comer. Mi visión, desde el palco, era perfecta. Aunque yo también era un blanco perfecto para los objetivos de las distintas cámaras, pues me encontraba en el centro del huracán.

- Por favor... ¿alguien puede decirme que tengo que hacer cuando empiecen a filmar?.

Era mi vocecita que sonó trémula y acongojada, mientras mi vista buscaba a alguna de las chicas del equipo que me habían acompañado durante toda la mañana.

La voz del director escenográfico (uno de los integrantes de La Fura del Baus) atronó por los altavoces del recinto:

- ¿Alguien puede decirle al obispo y a sus dos compañeros, situados tras él, que han de aligerarse un poco el ropaje?

El Twilight Zone tan sólo acababa de dar sus primeros pasos.

To be continued... Mañana el episodio final... the best of the experience

enlace con la 4ª y última parte / enlace con la 2ª parte / enlace con la 1ª parte

(todas las fotos que ilustran este post han sido robadas de ¿Está Grabando?)

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