18.10.05

Una magistral clase de interpretación

En su último trabajo, Michael Radford huye del intimismo de una de sus cintas más aclamas, El Cartero (y Pablo Neruda), para adentrarse en el personal mundo de William Shakespeare, adaptando una de las obras a las que menos se ha recurrido desde el Séptimo Arte, El Mercader de Venecia.

La corrección con que Radford afronta el reto es envidiable, a pesar de que en su metraje (más de dos horas de proyección) haya más de un altibajo en su narración. Le cuesta pasar del melodrama implícito en la historia al sutil toque de comedia con que el inmortal escritor inglés adornó su obra. Y ese latente desnivel se acentúa, aún más, cuando salta de la tensa relación entre el judío Shylock y el comerciante Antonio al dicharachero y humorístico tratamiento con que plasma el caricaturizado universo de la bella Portia y sus adinerados pretendientes.

Es innegable que la ciudad italiana protagonista es uno de los platós cinematográficos naturales más atractivos existentes hoy en día. Y de ello, el realizador británico (nacido en la India), saca un partido exquisito. El siglo XVI aparece ante nuestros ojos con todo lujo de detalles. Los canales venecianos, sus oscuros y sombríos pasadizos, la humedad reinante en el lugar, la suciedad, la pobreza en las calles y cierto racismo exacerbado hacía los judíos que moraban en un gueto de la ciudad, son algunos de los mejores puntales sobre los que se aposenta esta adaptación de El Mercader de Venecia.

La película habla de la usura, arremete contra la avaricia y deja bastante mal parado al colectivo judío de aquella época. Un juego de mentiras, trucos y engaños -en los que la ambigüedad sexual también está presente- componen los principales ingredientes del menú. Y, delante de éstos, dos grandes actores: Al Pacino y Jeremy Irons. Cada vez que aparece cualquiera de ellos, el film cobra una entidad especial. Y cuando lo hacen juntos, cara a cara, el silencio más estremecedor recorre el patio de butacas. Toda una inolvidable lección interpretativa de la que sale ganador el norteamericano. Al Pacino está SOBERBIO (con mayúsculas). Tanto es así que la buena e indiscutible labor de Irons queda un tanto difuminada al lado de la majestuosidad con que Pacino construye el personaje de Shylock. Ríe, llora, sufre, maquina y despotrica de la manera más natural. No hay sobreactuación que valga. Y es que ese tipo, desde hace años, está despuntándose como el mejor de los actores de toda una generación muy concreta.

Si la película tiene algún bajón (que los tiene... y varios), se compensa al momento cada vez que este actor vuelve a salir en pantalla. Da gusto ver una interpretación como la de esta ocasión. Con la ayuda sólo de la mirada y unos pocos gestos meditados y meticulosos, consigue que el espectador le odie o le ame. Tan genial está que, en un momento concreto, el tipo anda de espaldas a la cámara, a oscuras y en medio de una calle mojada y actúa igualmente de manera perfecta, apoyándose en el movimiento de su espalda y sus piernas. Realmente mágico. Hacía tiempo que no veía a nadie expresarse tan bien andando en una película desde que un cojitranco Hoffman se pateara las calles neoyorquinas bajo el disfraz de "Ratso" Rizzo. En realidad, en el trabajo de Pacino está lo mejor del film. Una clase de interpretación insuperable, impartida por uno de los grandes (a pesar de su pequeña estatura).

Lástima que el guión no acabe de acompañar tan sublime actuación. Y lástima, también, de la presencia de un soso Joseph Fiennes en el rol de Bassanio, el amigo del alma del mercader Antonio. Un Fiennes que, a marchas forzadas, se está convirtiendo en un clon de Jordi Mollà y que, en poco ayuda, con su inexpresividad, a profundizar en la esbozada relación entre él y el citado Antonio.

Y un apunte final: atención a la pelirroja Lynn Collins, la Portia de Michael Radford. Aparte de una presencia atractiva e interesante, la chica realmente promete.

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