14.11.05

Más sobre DÍAS DE VINO Y ROSAS

Corrían los años 60. Para ser más exactos, era el invierno del 64. Un invierno frío y gris, como todos los de esa España encallada en el oscurantismo y los malos rollos. Yo tendría, por aquel entonces, 6 añitos recién cumplidos. El cine ya empezaba a apasionarme, sobre todo los Disneys, como a cualquier infante a temprana edad.

Mi madre, una mujer de 35 años en esa época, estaba cansada de andar todo el día por casa cargando con un enano revoltoso. Las tardes, para ambos, se hacían interminables pues, en esa década, sacar un matrimonio con un hijo pequeño adelante no era moco de pavo, por lo que mi padre llegaba tarde a casa para ganarse cuatro perras más en un mísero pluriempleo.

La solución, para entretenernos los dos (o sea, mi madre y su diablillo canijo), se encontraba en un cine cercano a nuestro domicilio. Se trataba del Río, un salón, hoy ya desaparecido, de los que llamaban de reestreno preferente. Allí, ambos pasábamos largas horas viendo películas, normalmente comedias o de animación.

Una tarde de esas, la buena mujer vio que en esa sala proyectaban una película de Jack Lemmon, Días de Vino y Rosas, un actor que en esos tiempos estaba encasillado en todo tipo de comedias. Ella, pensando que se trataba de un film distendido y, al mismo tiempo, ignorante de que en realidad era un crudo melodrama sobre el alcoholismo, decidió llevarme a uno de sus pases.

Dicho y hecho. Fuimos al cine. Días de Vino y Rosas me aturdió. Para mí se convirtió en una cinta que quedó grabada en mi mente durante largos años, pues cuando la volví a ver en televisión, mucho tiempo después, aún recordaba ciertos pasajes de la misma.

Ese tenso drama, en el que un matrimonio -con una hija pequeña- se veía destrozado por culpa de la afición desmesurada al alcohol, impactó profundamente en un pequeñajo de seis años como yo. Vaya, que entendí perfectamente la situación por la que pasaban en el film Jack Lemmon y Lee Remick. Las lágrimas caían por mis mejillas, mientras mi madre sufría en silencio pensando que no tendría que haberme llevado jamás a ver una película con ese contenido.

Con el The End se encendieron las luces de la sala. Mis lágrimas ya iban acompañadas de bramidos irreprimibles. Mi desesperación era tan grande que gemía y lloraba a moco tendido. Me imaginaba una situación similar en casa y me atemorizaba. Y, a grito pelado, cogido fuertemente a la mano de mi madre, empecé a implorarle “¡Mama, no beguis mai!, ¡Mama, tu no beguis mai” (mama no bebas nunca). Mi consternación era cada vez mayor, con lo que mis berridos fueron subiendo de tono. Mi madre, desolada viendo a su pequeño en ese estado de nerviosismo, al tiempo que intentaba inútilmente consolarme, empezó a sentir vergüenza al pensar que muchos de los allí presentes pudieran pensar que se trataba de una borracha empedernida. “Nen , no ploris, que la mama i el papa no beuen. Això és una pel·lícula” (niño no llores, que ni mamá ni papá bebemos; esto es sólo una película). Y yo, a pesar de sus palabras, seguía sintiéndome cada vez más desolado, pues pensaba en una posible situación similar en el seno de mi familia. Una mujer, un tanto cabreada, se acercó a nosotros. “¿Cómo se le ocurre llevar a una criaturita así a ver una película como ésta?”. Continué berreando durante largo rato y no me calmé hasta que regresamos a casa.

Quizás se trató, por mi parte, del descubrimiento -por vez primera- de que el mundo en que nos ha tocado vivir no es ninguna tontería; que la cosa iba en serio. Por suerte, jamás tuve que vivir nada similar al film de Blake Edwards en mi casa. Por mucho Jack Lemmon que saliera, está claro que no se trataba de una comedia. Un disgusto mío y un error de mi madre hicieron, de todas maneras, que, a partir de ese momento, empezara a apreciar mucho más el cine. Dicen que no hay mal que por bien no venga. Pues eso.

Justo hoy, ella cumple 75 años. El otro día la convencí para que se hiciera una foto conmigo rememorando ese extraño (y al mismo tiempo encantador) episodio de mi infancia. Aquí abajo tienen el resultado.

Gracias a Blake Edwards por ese inolvidable título. I, felicitats, mare, en el dia del teu aniversari.

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