15.5.06

Ustedes lo han querido: EL TERCER HOMBRE

“En Italia, durante 30 años de dominación de los Borgia, hubo guerras, terror, sangre y muerte, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza hubo amor y fraternidad y 500 años de democracia y paz ¿Y qué nos ofrecieron?: el reloj de cuco”. Ciertamente se trata de una frase demoledora. Brillante, pero demoledora. Una inteligente y destructiva frase capaz de ensalzar las virtudes de la maldad sobre las de la bondad y que, al mismo tiempo, define a la perfección a quien la recita, Harry Lime, el oscuro y perverso personaje que Orson Welles interpretó para El Tercer Hombre bajo las órdenes de Carol Reed.

Según malas lenguas, lo de “bajo las órdenes” tendría que figurar entre comillas. Cuentan que el propio Welles se encargó de buena parte del rodaje. Sus planos inclinados, sus tomas fotográficas a ras de suelo, el uso de gigantescas sombras humanas a manera de fantasmas amenazadores y la profundidad tridimensional que aplicó a ciertas escenas, son marca clara de su estilo y, al mismo tiempo, una maravillosa plasmación de la inquietud con la que se desenvuelven sus protagonistas principales. Por otra parte, en contra de esa teoría y en defensa de Carol Reed, personalmente siempre he creído en la validez de éste como realizador. Y esos mismos planos que se atribuyen a la mano de Orson Welles, fueron utilizados de forma similar por el británico para narrar el desenlace del musical Oliver, uno de sus trabajos más brillantes y reputados.

Sea como sea, El Tercer Hombre es una obra maestra indiscutible. Uno de los puntales del cine negro que aún, visto hoy en día, sigue poseyendo un gancho fuera de serie, casi sobrenatural. No sólo por esa imaginería visual tan personal que le otorga cierto tono de pesadilla a algunos de sus pasajes, sino también por haberla sabido conjuntar a la perfección con un sólido guión; un guión sin fisuras ni cabos sueltos de ningún tipo; uno de los más brillantes y bien construidos de los que se escribieron en el Hollywood de los años 40. En definitiva, un guión que tiene nombre propio: Graham Greene.

El Tercer Hombre es un compendio de varios temas: un retrato de la posguerra enmarcado en una ciudad (Viena) maltratada por los bombardeos y en la que el mercado negro era el modus vivendi de más de uno; un laberíntico enfrentamiento ideológico en un enclave europeo compartido por cuatro culturas distintas (británica, americana, francesa y rusa); una historia de amistad y de amores imposibles y, ante todo, una obra que cuestiona, en todo momento, los valores morales de una sociedad decadente y aturdida.

El espectador se convierte en la sombra de Joseph Cotten, su protagonista principal y al mismo tiempo maestro de ceremonias del film. Él es Holly Martins, un norteamericano, escritor de novelas baratas del Oeste que, procedente de su país, llega a Viena reclamado por su amigo Harry Lime. El gran problema es que llega a la ciudad demasiado tarde, justo el día en que entierran a éste. Le contarán que fue atropellado por un camión delante de su casa; le explicarán un par de versiones diferentes que difieren en aspectos demasiado evidentes para ser creíbles. La policía militar americana e inglesa demostrarán estar interesados igualmente en la muerte de su amigo y le indicarán que lo mejor que puede hacer es no husmear demasiado, darse el piro y abandonar la ciudad. Y claro, un tipo que está acostumbrado a escribir sobre forajidos y cowboys vengativos lo último que hará es seguir los consejos de la autoridad. Al contrario: adoptará el rol de jinete solitario dispuesto a descubrir la verdad del inexplicable traspaso de su viejo amigo.

Cotten, como siempre, está inmenso, insuperable, capaz de dimensionar hasta límites increíbles su personaje de hombre gris y un tanto retraído. Y Orson Welles, el amigo del alma (tanto en la película como en la vida real), también está sublime. Su papel es breve, pero intenso: en realidad se trata de la imagen distorsionada de Cotten al otro lado del espejo; el bien y el mal cara a cara. La primera aparición de Wells es realmente impactante, digna de figurar en todas las antologías cinematográficas: de entre las sombras aparece su rostro y, sin necesidad de palabra alguna, con su mirada y su sonrisa define todo tipo de detalles sobre su personalidad.

Y ella, la recientemente fallecida Alida Valli, la sobria y apenada Anna Schmidt, el tercer lado que cierra el triángulo y el claro objeto del deseo de los dos hombres. Una actriz soberbia que dotó de carácter y amargura a la eterna enamorada de Harry; una actriz a la que deberían haber potenciado mucho más en su época y que, tristemente, acabó viéndose relegada a productos europeos de tres al cuarto. De todos modos, tuvo suerte con los más grandes, pues estos se acordaron de ella al menos en una ocasión cada uno. Y cuando hablo de grandes me refiero al propio Carol Reed y a Alfred Hitchcock.

El Tercer Hombre es una cinta que no me cansaré jamás de ver; que tendría que ser de obligada visión en las Escuelas de Cine. En cada una de las ocasiones en las que la disfruto, descubro algún que otro nuevo detalle. Y es que cada uno de sus fotogramas (debidos al maestro Robert Krasker) han acabado convirtiéndose en una pequeña obra de arte; una obra de arte construida con una meticulosidad milimétrica, de esos trabajos que consiguen formar un conjunto de imágenes prácticamente imborrables de nuestra memoria. La persecución final por las alcantarillas de Viena o el encuentro de Harry y Hollins en una noria, por ejemplo, han pasado a formar parte de la historia del cine, tanto por su diseño escénico como por su originalidad narrativa.

Su última escena encuadra a Joseph Cotten a la derecha de la pantalla, apoyado en un carromato y esperando la llegada de Alida Valli. Ésta se acerca a él caminando por el centro mismo de una polvorienta carretera. No hay diálogo alguno entre ellos, tan sólo el inolvidable sonido de la cítara de Antón Caras. La expresividad visual y narrativa que desprende esta escena (un único plano sin ningún movimiento de cámara) es sencillamente prodigiosa.: el claro ejemplo de que “una imagen vale más que mil palabras”. Para sacarse el sombrero.

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