7.8.06

El orgasmo de Lovecraft

Después de haber realizado en Francia, su país natal, El Pacto de los Lobos, era de esperar que el realizador Christophe Gans fuera tentado por la cinematografía norteamericana para dirigir un nuevo film de terror. Han pasado cinco largos años desde el estreno de ese pacto lobuno, el tiempo más que suficiente para que Gans, en compañía del guionista Roger Avary (uno de los hombres de confianza de Tarantino), urdiera un producto atípico y ciertamente terrorífico: Silent Hill.

Silent Hill no es una película de miedo al uso. Silent Hill es un film que, en ciertos momentos, rompe reglas establecidas. Un film capaz de jugar, al mismo tiempo, con su tenebrosa estética visual y un cierto toque delirante y absurdo para conseguir el horror más escalofriante, sin que para ello tenga que chirriar nada en su propuesta. En él se mezclan todos los fantasmas y terrores que, en más de una ocasión, nos han roto el plácido sueño nocturno. Y se mezclan, un tanto, sin orden ni concierto, tal y como ocurre en nuestras peores pesadillas. Una de esas pesadillas en que saltamos de un escenario a otro y que consiguen, incluso, paralizarnos las piernas en el momento en que más las necesitamos. La angustia está servida. Y en bandeja de plata.

El de Christophe Gans es ese tipo de mal sueño que hubiera provocado poluciones nocturnas hasta al mismísimo Lovecraft, pues ese universo dantesco y tétrico que describió a la perfección en sus libros, ha sido volcado casi en su totalidad en Silent Hill. Lluvia de cenizas, espectros en la sombra, universos paralelos, gusanos, seres deformes, símbolos religiosos y monstruos que aparecen y desaparecen sin ningún tipo de explicación, son algunos de los elementos turbadores que el realizador francés utiliza para crear una atmósfera totalmente insana y extremadamente tensa.

El escenario es un pueblo maldito; un pueblo fantasma; como el de El Viaje de Chihiro y con niña perdida incluida; pero como si se tratara de un Chihiro brutal y enfermizo, capaz de devorar a todos aquellos que cruzan su borrascosa frontera. Silent Hill es el nombre del poblado. Un nombre que, noche tras noche, acude de manera inexplicable a la mente de la pequeña Sharon, rompiendo su sueño y obligándola a andar sonámbula, sin rumbo determinado, por los bosques cercanos a su casa. Y es ese nombre que perturba a la pequeña lo que hará decidir a su desesperada madre, Rose, llevar a la niña hasta Silent Hill, un pueblucho que, según consta en todos los informes, es un lugar infectado y fantasmagórico. Una terapia un poco brutal para acabar con los endiablados sueños de Rose.

Tómenla como una pesadilla espeluznante o como una viaje alucinante logrado con la ayuda de un tripi. Sea como sea, se trata de una película extraña pero altamente absorbente. Sus imágenes son diabólicas y espeluznantes. El surrealismo y el horror, bien agitados, pueden resultar escalofriantes. La lógica no vale. Y la prueba de ello es que, cuando Gans y Avary intentan dar una mínima explicación de todo cuanto acontece en Silent Hill, la película baja un poco su interés. Pero sólo un poco. Rápido saben retomar el camino más lovecrafiano y volver a sumergir al espectador en ese mal sueño del que resulta muy difícil poder despertar.

La vida y la muerte. La muerte y la vida. Ambas cogidas de la mano. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Dónde está la frontera? Silent Hill es contundente y oscura; muy oscura. Es un acelerado descenso al infierno, tal y como demuestra la escena en la que la aturdida Sharon (una excelente Radha Mitchell, la Melinda de Woody Allen), dispuesta a dar con el paradero de su hija perdida en medio de la tenebrosa aldea, monta en un abigarrado ascensor con la terrible decisión de bajar hasta ese recóndito lugar que nuestra propia mente jamás querría llegar a conocer.

Un film no recomendable a todos los públicos: sólo para paladares dispuestos a descubrir nuevos y exóticos sabores. Un sabor del que, de todos modos, hace ya unos cuantos años, el maestro John Carpenter nos obsequió con una pequeña muestra en su exquisita En La Boca del Miedo.

Y, para los que se atrevan a entrar en Silent Hill, les propongo un pequeño juego. El primero que adivine en la piel de que personaje se esconde la belleza de Deborah Kara Unger, obtendrá un valioso Gallifante por su sagacidad visual. Les avanzo que a mí me costó más de media película dar con el paradero de la Kara. Seguramente estaré perdiendo facultades.

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