29.12.06

Y los orejones... ¿adónde están?

El nombre de Stephen Frears fue el que me indujo a ver The Queen. No hay ningún otro motivo, pues el episodio de la muerte de Lady Di y la reacción silenciosa de la Casa Real británica sobre el incidente, siempre ha sido un tema que me ha dejado bastante indiferente.

Estaba convencido que Frears -conociendo su trayectoria anterior-, le habría dado la vuelta a la tortilla y se mostraría mucho más cínico de lo que ha sido con la monarquía y con Tony Blair quien, en esos tiempos, hacía escasos meses que había obtenido el puesto de Primer Ministro; un político, por aquel entonces, de ideas liberales y progresistas quien, con sus polémicas declaraciones tras el suceso y en medio del mutismo total de la familia real, consiguió meterse a los londinenses en el bolsillo y remover las tripas y los sentimientos más intimos de la Reina de Inglaterra, la cual se vio obligada, finalmente, a dar la cara ante la ciudadanía.

El film no es más que eso. No va más allá aunque, a pesar de su irregularidad, ha conseguido uno de sus objetivos principales: cabrear a los habitantes del Palacio de Buckingham. Lo del cabreo, en parte, es lógico, ya que está claro que es el papel que les toca representar, y a los de sangre azul pocas veces les gusta verse radiografiados y semidesnudos en la pantalla grande. Y mucho menos si les meten (aunque sea un poquito, como en este caso) el dedo en la llaga. Aunque la verdad, lo del cabreo es un tanto innecesario, pues The Queen es un producto excesivamente plano e ideológicamente controvertido que, en el fondo, lo que hace es humanizar a los integrantes de la monarquía británica. No entra jamás a saco y, en general, se muestra demasiado condescendiente con ellos. De hecho, quien más "palos" (entre comillas) recibe es un joven Tony Blair: el retrato que hace de éste manifiesta, a la perfección, que ese idealismo con el que llegó al Gobierno acabó desapariciendo, en un tiempo récord, para dar paso a una política conservadora y totalmente sumisa a los intereses de la Casa Real, transformándose en un siervo más de Elizabeth II.


The Queen no explica nada nuevo que no supiéramos ya de una de las crisis más fuertes sufridas por la figura de la Reina y sus aledaños. De hecho, lo más atractivo (por no decir lo único) del film estriba en la excelente y vibrante interpretación de una soberbia Helen Mirren. Nadie como ella podría haber dado vida, con tanta fidelidad, al personaje de esa reina que ve perder su popularidad desbancada por la que obtuvo el sobrenombre de Princesa del Pueblo, Lady Diana. Los ojos de la actriz y su entristecida mirada (a veces furibunda) denotan, en todo momento, la categoría interpretativa de una mujer alejada de cualquier tipo de sobreactuación. Los silencios y cuatro detalles mínimos en su rostro, son más que suficientes para que el espectador sepa que diablos está maquinando la mente de esa altiva reina que, un buen día, notó su trono tambalear.

Al lado de la grandeza de Helen Mirren, los también compactos trabajos de gente como James Cromwell o Michael Sheen (el Príncipe Philip y Tony Blair, respectivamente) pasan bastante desapercibidos, aunque resulta loable el esfuerzo de Leo Davis, el encargado del casting, por lograr, con su elección, cierta semblanza física con los personajes reales. La lástima, sin embargo, es que no atinaran en que Alex Jennings, el actor que encarna al Príncipe Carlos, no luce esos desorbitados orejones que tanto caracterizan al actual marido de Camilla Parker Bowles, la Duquesa de Cornwall. Y es que el par de orejitas del tal Jennings no hacen honor a unas orejas mayúsculas que, con el paso de los años, se han convertido -por inmensas y por derecho propio- en un símbolo más de la realeza británica..


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