2.2.07

EN RESUMIDAS CUENTAS: Apostando al límite

El barcelonés Ventura Pons, para bien o para mal, últimamente está de lo más productivo. A casi una película por año, por su perseverancia, se está transformando en nuestro particular Woody Allen con barretina encasquetada; las fabrica una detrás de otra, igual que churros. Y así le quedan: sin pulir y un tanto herméticas, como le ha ocurrido con su último título, La Vida Abismal.

Basada en la novela La Vida en el Abismo de Ferran Torrent, y rodada íntegramente en vídeo de alta definición, en esta ocasión, el realizador catalán escapa de su habitual ciudad condal para instalarse en el valenciano pueblo de Sedaví, lugar de nacimiento del escritor y en el que está ambientada la mayor parte de la cinta. Desde allí, narra una de las experiencias de adolescencia vividas por el autor de Gracias por la Propina a principio de los años 70, concretamente la que pasó al lado de El Xino, otro joven como él que, sin oficio ni beneficio, invirtió su tiempo y el poco dinero que poseía en el mundo del juego.

El vértigo del juego a golpes de adrenalina; el placer del riesgo; el apostar al límite para sentirse realizado, aventurándose cada vez más en envites en exceso destructivos: un buen retrato de un jugador compulsivo y de peligrosa catadura, al que da vida un excelente Oscar Jaenada. Un personaje descrito desde el punto de vista del propio Ferran Torrent, quien acabó acompañándole en numerosas partidas en las que ejercía de peculiar amuleto de la suerte, hasta que un buen día desapareció de su vida, como si la tierra se lo hubiera tragado.

La Vida Abismal tiene estilo. Posee matices dignos del cine negro, aunque le falta la magia, la fuerza y el empaque de, por ejemplo, El Rey del Juego. Las timbas a las que asiste El Xino son frías, en nada vibrantes, al igual que el dibujo demasiado distante que hace Pons de sus protagonistas. Y es que el principal problema del film radica (aparte de su dilatado metraje) en su reiterativa mirada; una mirada lenta y agónica que hace que su narración quede encallada para, cuando finalmente decide arrancar y entrar en materia, hacerlo de modo precipitado, casi de soslayo, perdiéndose en un epílogo farragoso y muy poco cinematográfico, en el que domina más la palabra que el diálogo.


Otro producto que bebe directamente de las fuentes más contundentes del cine negro es la brillante cinta francesa 13 Tzameti la cual, curiosamente, posee ciertos paralelismos (que no voy a desvelar) con la de Ventura Pons.

13 Tzameti es un título duro, compacto y gris. Muy gris; tanto que, sin ningún tipo de tapujos, exhibe toda la miseria de la que hace gala el ser humano. Su cuidada fotografía en blanco y negro es la mejor opción para enfrentarse a una historia tan cruda como la que expone Géla Babluani, su realizador, un inmigrante de Georgia que, contando con su propio hermano como principal protagonista (el joven George Babluani), ha orquestado un título durísimo y sorprendente con muy pocas concesiones a la taquilla.

En la película se barajan, a la perfección, conceptos tan dispares como un muerto por sobredosis de heroína, una misteriosa carta dirigida al difunto y un inmigrante -con ganas de sacar una buena tajada económica- que no dudará ni un instante en apropiarse de la citada correspondencia: un billete de ida y vuelta que le conducirá a un lugar lúgubre y con demasiado olor a putrefacción. Todo un verdadero descenso al infierno.

Sus 40 minutos iniciales resultan difíciles de comprender, aunque poseen magnetismo y misterio a raudales. Babluani, en su ópera prima, juega con el espectador y lo sitúa en el lugar de Sébastien, su protagonista, ese muchacho dispuesto a viajar hasta lo desconocido sin saber con exactitud en dónde se ha metido. Y la platea, al mismo tiempo que el propio Sébastien, descubrirá la realidad de tan enigmática odisea. Una realidad sin posibilidad de vuelta atrás; una pesadilla desgarradora de tonos grises y oscuros.

Un film que recomiendo efusivamente y para el que hay que tener mucho estómago a la hora de soportar la brutalidad de sus imágenes. Su blanco y negro no es ninguna pedantería de autor postmodernillo en busca de originalidad: sencillamente se trata de una herramienta más, perfectamente amoldada a la trama, para hacer posible esa gelidez y distancia que muestra tanto con sus personajes como con la situación en la que se ven envueltos. De una radicalidad inesperada y atípica en el cine de nuestros días. No la dejen escapar.

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