6.7.07

Lo irrepetible (II)

Un blanco y negro inolvidable y la tensa sequedad de los violines de Bernard Herrmann atronan en forma de banda sonora. Una noche de tormenta y una mujer al volante de un automóvil de segunda mano. Ella es la atemorizada Marion Crane (Janet Leigh) quien, con la mente llena de arduos pensamientos, se dirige hacia unas luces de neón en las que, bajo la parpadeante lluvia, se puede leer un cartel que reza BATES MOTEL vacancy. La pesadilla acaba de empezar.

Interior del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Kate Miller (Angie Dickinson), ataviada con una larga gabardina blanca, cruza una mirada con el extraño que se ha sentado a su vera para admirar la misma pintura que ella. Vuelve su vista al frente y le observa un momento de reojo. Se trata de un tipo atractivo. La distancia entre los dos es mínima. Tras cruzar sus piernas, se despoja del guante que cubre su mano derecha y deja, a la vista del desconocido, su alianza de casada. Sonriente, le mira de nuevo, pero él se levanta para dirigirse, a paso rápido, a una estancia contigua. Pino Donaggio enfatiza su música y Kate, con una nueva mirada hacia su anillo, sospecha que el hombre se haya podido atemorizar ante su situación civil. Se levanta del banco, su guante cae al suelo y, después de unos momentos de indecisión, inicia el acoso para conseguir al recién llegado. Tres travellings insertados al mismo tiempo y el dominio de la cámara subjetiva, muestran la persecución iniciada por la hambrienta Kate a través de los laberínticos pasillos y salones del museo. El guante perdido jugará un papel decisivo en el juego que acaba de empezar; un juego que irá cambiando los roles de sus dos protagonistas de manera continua: de cazadora a cazada y de cazada a cazadora. Seis largos y explícitos minutos, sin diálogo alguno, que culminarán en un caliente revolcón en el asiento trasero de un taxi amarillo.

Noche oscura. La lluvia cae sin cesar. John Rooney (Paul Newman) está de pie al lado de un automóvil en el que un hombre muerto descansa sobre el volante. Michael Sullivan (Tom Hanks) acaba de aparecer de entre las sombras, portando una ametralladora en su brazo derecho. El arma aún está humeante pues, rodeando a Rooney, en el asfalto mojado, yacen cinco hombres más. “Me alegro de que seas tú”, es la única frase que sale de los labios del anciano Rooney mientras observa fijamente los ojos del que ha de ser su ejecutor.

Exterior noche. Una mano pone en marcha un temporizador adosado a una bomba. Una alegre pareja pasea bajo unos pórticos. El hombre que acaba de programar el artefacto, corre hacia un viejo Chevrolet descapotable y coloca el explosivo en los bajos de la parte trasera para, acto seguido, desaparecer del encuadre. La cámara se desliza hacia arriba y, mediante un plano picado, observamos a la pareja entrar en el automóvil. Éste arranca, y la cámara, por entre los tejados de varios edificios, sigue su trayectoria. Desciende de nuevo a nivel de calle y localiza al Chevrolet, el cual se para en un cruce controlado por un policía. Varios automóviles y un hombre con un carrito cargado de souvenirs pasan ante él. Se pone en marcha otra vez, al tiempo que el intermitente de la derecha inicia su parpadeo. Se detiene en un paso de peatones y deja cruzar a una pareja de transeúntes. Vuelve a iniciar su marcha girando hacia la derecha. Traspasa a la pareja. La cámara olvida al descapotable y se centra en los dos paseantes. Ellos son Ramón Miguel Vargas (Charlton Heston) y su esposa Susan (Janet Leigh). Avanzan contentos por un amplio bulevar definido, a ambos lados, por numerosas arcadas. El coche vuelve a aparecer en escena. Se encuentra parado ante un reducido número de cabras que entorpecen su camino. Ramón Miguel y Susan, a pie, sobrepasan al Chevrolet. Éste, rebasa el impedimento y sigue su trayecto. Se observa mucho movimiento de coches y peatones en la calle. La pareja avanza sonriente hasta que el coche se vuelve a estacionar al lado de ellos. Acaban de llegar al puesto fronterizo entre México y Estados Unidos. Intuyendo que pueden ser norteamericanos, el conductor, sin descender del auto, les pregunta sobre su nacionalidad. Al enterarse que Vargas es un conocido jefe de policía mejicano, uno de los aduaneros le interroga sobre la posibilidad de que se encuentre tras la pista de algún traficante. “Ando detrás de un refresco para mi mujer” es la respuesta de Vargas al agente. Pasan al otro lado de la frontera y desaparecen de plano, mientras el Chevrolet aguarda ante las habituales preguntas de los hombres uniformados para poder entrar en los Estados Unidos. Muestran su pasaporte; el hombre asegura que no tiene nada que declarar, mientras que su joven compañera, algo bebida, advierte un par de veces que está oyendo un extraño tic-tac. Nadie hace caso de su aviso. El automóvil se pone otra vez en marcha y la cámara, desde el lateral, sigue a éste hasta que vuelve a rebasar al matrimonio Vargas. Una vez el coche fuera de escena, ésta se centra en los Vargas quienes, abrazados fuertemente, se disponen a unir sus labios. Una fuerte explosión les saca de su embelesamiento. Hacía menos de una hora que Ramón Miguel no besaba a su esposa recién casada. La colosal música de Henry Mancini se encarga de redondear uno de los prólogos más sublimes de la historia del cine.

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