14.9.07

Miedo

A pesar de tratarse de una película modélica en cuanto al cine de terror se refiere, la australiana Wolf Creek llega con un par de años de retraso a España. En ella se plasma la dantesca aventura vivida por tres jóvenes durante unas vacaciones estivales en Australia. Dos chicas británicas y un joven del país quienes, a bordo de un coche de segunda mano, se adentraron en los parajes más inhóspitos de la tierra de los canguros con la intención de admirar la belleza de sus atípicos paisajes. Pero un desconocido, salido de las tinieblas y a mitad de su recorrido, justo en el Parque Nacional de Wolf Creek, decidió cortar por lo sano la ruta turística prevista.


Wolf Creek es un film claramente deudor de La Matanza de Texas made in Hooper y de la primeriza Las Colinas Tienen Ojos. El árido y solitario escenario en el que transcurre la acción, y la ruinosa y oxidada escenografía en la que se desenvuelve el vicioso y sanguinario personaje de Mick Taylor (casi, casi, por su brutalidad, un primo hermano del atroz Leatherface), son los principales instrumentos utilizados por su director, Greg Mclean, para crear una atmósfera tan angustiosa como enfermiza.

El miedo y la inseguridad que siente el trío de adolescentes ante lo desconocido, son sensaciones que se transmiten por igual al espectador. Éste presiente que algo fuerte está a punto de acontecer, aunque desconoce exactamente el qué, cómo y cuando. La temblorosa sigilosidad de la cámara, el frío ambiente que se respira y la negrísima oscuridad de la noche australiana, forman parte de ese decorado psicológico y tenso con el que el debutante Mclean influye, de modo subliminal, sobre el grueso de la platea. Y por ello, justo cuando la película entra a saco en uno de los episodios más agónicos y brutales del género, el público, inevitablemente, se siente identificado con la impotencia y el pavor de unas víctimas a las que nos les cuesta absolutamente nada adivinar su macabro futuro. De piel de gallina, sudores fríos y calambrazos en la espina dorsal, vamos.

La manera rutinaria con la que inicia la historia –a través de una presentación tópica de los tres jovenes y demostrando cierto afán consciente por la postalita turística de rigor-, nada tiene que ver con el resto del metraje. Paso a paso, sin prisas, se olvida del paisaje y se centra sólo en el paisanaje. La entrada a esa Australia profunda, tal y como se describe en Wolf Creek, es similar al de un ralentizado descenso a los infiernos. Las desagradables insinuaciones que sueltan, a las dos muchachas, los parroquianos de un sucio bar en medio de la nada, sirven a modo de presentación (o de preparatorio) de la que luego será la aparición en escena del mismísimo Satanás. Un demonio que, en un principio, se mostrará a los recién llegados como un ángel salvador y encantador...

Un verdadero bombón cinematográfico; aunque un bombón amargo y pavorosamente siniestro. Según reza un letrero (tanto en el cartel promocional como en los créditos iniciales), el film está basado en un hecho verídico; un verídico que personalmente entrecomillaría pues, a pesar de su escalofriante apariencia real y de la credibilidad que ofrecen sus imágenes, se me antoja como otro truco sibilino para elevar la intranquilidad del espectador unos cuantos grados más. En lugar de un suceso verdadero, apostaría por la lectura fantasiosa que el director y guionista ha realizado sobre las desapariciones de una serie de personas en tierras australianas. O, al menos (y sin caer en spoiler alguno), ello es lo que me inducen a pensar sus cuatro apuntes finales y un fundido sobre uno de los protagonistas en concreto.

Sin más: una maravilla de terror que hará las delicias de todos aquellos a quienes les encante comerse las uñas de puro nerviosismo. ¡Qué aproveche! Yo, por si las moscas, no pienso ir de turismo a Australia..., al menos hasta que olvide esta película. Y eso que los canguritos me chiflan...

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