21.9.07

Ustedes lo han querido: MATAR UN RUISEÑOR


Para los amantes de la literatura y el cine, oír el nombre de Atticus Finch supone un sinfín de sensaciones y emociones difíciles de explicar. De hecho, Atticus es un personaje fascinante y magnético, un ser bondadoso y comprensivo hasta la médula; un icono que ha perdurado hasta nuestros días desde que Harper Lee lo convirtiera, en 1960, en el protagonista principal de Matar Un Ruiseñor, su única y loada novela que, entre otras consideraciones, obtuvo el premio Pulitzer y que, dos años después, Robert Mulligan trasladara a la gran pantalla con un sentimentalismo y una maestría insuperables. Nadie mejor que Gregory Peck podría haber dado vida a un personaje con la misma intensidad que él. No en vano, el actor consiguió uno de los tres merecidos Oscar con los que se galardonó a la película. Las otras dos estatuillas cayeron en manos de su director artístico y de Horton Foote por su guión adaptado.

Lo cierto es que la Academia se quedó corta a la hora de premiar a Matar Un Ruiseñor. Sus miembros se decantaron por la ampulosidad visual de Lawrence de Arabia y dejaron, un tanto de lado, el modo intimista con el que Mulligan afrontó la novela de Harper Lee; personaje, el de la literata, que curiosamente ha sido recreado por dos actrices, de distinto registro, en las recientes versiones cinematográficas que se han realizado sobre la implicación personal de Capote con el par de criminales, condenados a muerte, que le condujeron a escribir la reputada A Sangre Fría: mientras en Truman Capote fue Catherine Keener la que se metió en la piel de la escritora, una desconocida y sorprendente Sandra Bullock hizo lo propio en Historia de un Crimen.

Matar Un Ruiseñor es un film excelente, de los de visión obligada. Es innegable que la noble figura de Atticus Finch y la espléndida relación que establece con sus dos hijos menores, ayudó a crear el mito. Él es un hombre viudo, abogado y amante de la vida en familia. Repuesto de la muerte de su esposa, su principal objetivo es sacar adelante a sus dos pequeños, Jem y Dill, una niña de 6 y un niño de 10 años respectivamente. Eran tiempos duros para los norteamericanos; corrían los años 30 y la Depresión había herido la moral de la mayoría de sus habitantes. La familia Finch formaba parte de una pequeña comunidad de Alabama, en el Sur del país, justo cuando los brotes racistas se estaban multiplicando y endureciendo. Una intriga judicial -en la que Atticus tendrá que actuar como abogado de oficio de un negro acusado de haber forzado a una joven blanca-, será el detonante que hará que los dos hermanos empiecen a comprender los consejos y la benignidad que les ha inculcado su padre en todo momento.

La voz en off de una adulta Jem Finch (que bien podría ser el alter ego de Harper Lee) será la encargada de guiar al espectador a través de los recuerdos de su niñez; una niñez en la que los miedos infantiles y la curiosidad por lo desconocido se convirtieron, en esa época, en una aventura diaria para ella. El silencioso sonido de la noche y el susurro de las ramas de los árboles, transformados en elementos distorsionados por su fantasioso universo infantil. Si a ello se le añade la presencia de un vecino misterioso, al que los niños consideraban un monstruo peligroso, tendremos la principal distracción nocturna de éstos durante sus vacaciones estivales; período en el que también se unirá a sus correrías el pequeño Tití, el sobrino de una de las vecinas de los Finch y que terminará por sentir la misma atracción por Atticus que sus propios hijos.


La cuidada fotografía en blanco y negro del experimentado Russell Harlan (capaz de metamorfosear las sombras nocturnas en espectros amenazantes) y la puntualización de la magistral banda sonora compuesta por un inspiradísimo Elmer Bernstein, son dos de los elementos claves que mejor manejó Mulligan para la confección de Matar Un Ruiseñor. Tan sólo con sus créditos iniciales, acompañados de la evocadora música de Bernstein, se crea la atmósfera ideal para enganchar al público a una de las historias más tiernas y emocionantes del cine de los años 60. A través de ellos y de un exhaustivo travelling, se realiza un detallista retrato de los minúsculos objetos que, alojados en una cajita, pasarán a formar parte de la vida de los hermanos Finch y, por extensión, de aquellos que nos sentimos poseídos por los hechos y descripciones que el realizador neoyorquino volcó en esta obra maestra; obra que algunos, y sin razón aparente, han tildado de cursilona. La fuerza interpretativa de un modélico Gregory Peck, el sensible dibujo de una niña que comienza a entender la dureza de la sociedad en la que le ha tocado vivir, y la sabiduría de un guión sin fisuras y capacitado en el arte de deformar la realidad para adaptarla a la visión más simple y ensoñadora de los más pequeños, hacen de este un film ejemplar y único. Una joya en la que, como curiosidad, hizo su debut, tras cierta experiencia televisiva, un actor de la talla de Robert Duvall. El suyo es un papel fugaz, aunque totalmente necesario para entender mejor las intenciones de Harper Lee y Robert Mulligan.

Un alegato (en nada ingenuo) a la igualdad, la hermandad y la justicia y, al mismo tiempo, un canto al peculiar microcosmos en el que se desenvuelve la infancia. Y todo ello debido a la artesanal concepción de un director al que se le debería reconocer, más a menudo, su influencia en el cine actual y del que este año, en una de las retrospectivas habituales del Festival de Sitges, se recuperará El Otro, un título indispensable que abrió nuevas alternativas al género fantástico.

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