15.11.07

Amanda y su muñeca

Nunca he creído demasiado en Ben Affleck como actor, pero desde que he visto su impresionante trabajo como realizador en Adiós, Pequeña, Adiós, aún tengo más claro que este hombre debería dejar de salir ante la cámara y colocarse siempre detrás. Y es que, en este film, da todo un ejemplo de realización clásica, utilizando parámetros narrativos y visuales que, en muchos momentos, entronca con el cine de Don Siegel o, ante todo, de Clint Eastwood. En más de una ocasión, y de forma grata, me dió la impresión de estar disfrutando ante una especie de extensión de Mystic River.

La cinta se sitúa en un destartalado barrio de Boston en el que vagabundos, camellos y prostitutas campan a su aire. Un enclave de la ciudad en el que la miseria se hace evidente en cada una de sus esquinas. Justo allí ha saltado una noticia que ha movilizado a la mayoría de los medios de comunicación del país. Amanda, una niña de cuatro años e hija de una mujer cocainómana, ha desaparecido junto con su inseparable muñeca Mirabelle. Todo parece indicar que ha sido secuestrada por un conocido traficante de drogas del lugar. Los tíos de la pequeña, no creyendo en la historia narrada por la madre, recurrirán a los servicios de Patrick Kenzie y Angie Gennaro, una pareja de jóvenes detectives y vecinos del barrio desde su niñez, a quienes les confiarán ciertas sospechas difíciles de creer.

Basada en una novela de Dennis Lehane y guionizada por el propio Affleck y Aaron Stockard, Adiós, Pequeña, Adiós esta contada de manera tranquila, sin prisas pero sin pausas. Se toma el tiempo necesario para ir desgranando, poco a poco, el oscuro intríngulis que se esconde tras la desaparición de la pequeña, escarbando, ante todo, en el carácter y los dilemas morales que irán trastocando al personaje al que da vida Cassey Affleck, el joven detective que verá como el caso, una vez aceptado y debido a su inexperiencia, se le hace más grande y problemático para sus aptitudes. Una interpretación compacta y escalonada que exige del actor un claro y conseguido proceso de transformación psicológica. Es una pena que su doblaje español (en el que se ha recurrido a una voz de niñato que tumba de espaldas), haga que, en un principio, cueste conectar con ese Sherlock Holmes neófito que, con sus claras acciones de buena fé, provocará un claro vuelco a la vida de cuantos le rodean, empezando por su propia compañera sentimental y socia en el negocio de investigación.

Un giro de guión perfectamente resuelto, la inclusión de otro caso paralelo y de connotaciones similares al primero y un par de debates éticos y morales (cargados de una mala leche supina), colocan al espectador en la misma disquisición mental en la que vive atrapado el confundido Patrick. Un pasaje de violencia inusitada y de resolución fría, seca y contundente, sumado al posterior descubrimiento de la verdad sobre el rapto de la pequeña Amanda, son los principales motivos de ello.

Y allí, dando respaldo al buen hacer de Cassey Affleck y al debut de su hermano en la dirección, se encuentran un par de monstruos de la gran pantalla: el todoterreno Morgan Freeman y el siempre efectivo Ed Harris, uno de los mejores actores del panorama actual y que menos reconocimiento académico ha tenido hasta el momento. Lástima de la insulsa presencia de Michelle Monaghan quien, en la piel de Angie Gennaro, se convierte en el personaje menos trabajado (aunque en nada imprescindible) de la película.

Resulta curioso que Ben Affleck, en su ópera prima, haya apostado por un título tan sobrio, duro y sin concesiones como éste. A veces, su ácida trama, es igual que una dolorosa bofetada directa a la conciencia colectiva. El perfecto retrato de los caracteres y el modo de vida de los habitantes de un suburbio dejado de la mano de Dios, o la excursión a las profundidades de una mente torturada por un fuerte sentimiento de culpa, hacen de éste un espléndido thriller con claras reminiscencias melodramáticas.

Cine negro del de toda la vida. Y, por si fuera poco, del bueno. Del que te deja clavado en la butaca cavilando y saboreándolo cuando empiezan los créditos finales. De aquel que, con una sola palabra metida en su guión y de manera apropiada (tal y como ocurre en este caso con la utilización de un nombre erróneo), es capaz de describir todo un episodio sin recurrir a demasiadas imágenes ni a un exceso de palabrería.

Quién habría de decir que, un actor tan soso y con cara de merluza hervida, acabaría dirigiendo y escribiendo una gran película de esas que quedan grabadas para siempre en la memoria.

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