7.12.07

El abogado que barría la escalera


Michael Clayton
está licenciado en Derecho y trabaja para un poderoso bufete de abogados en Nueva York. No ejerce estrictamente de abogado, sino que se limita a llevar a cabo las acciones más bajas y rastreras para los interesas de la compañía. Se trata de una especie de basurero que se encarga de limpiar lo que otros no quieren ni ver. Sus deudas en el juego y su precaria situación económica, le obligan a mantener su contacto con la empresa para poder subsistir y cubrir sus gastos. Todo cambiará para él cuando un buen amigo suyo, empleado como letrado en la misma empresa, empiece a desmoronarse psíquicamente por culpa de un caso en el que está implicada una multinacional agro-química.

La cinta corre paralela a las intenciones de otras con temáticas similares como, por ejemplo, Erin Brokovich o Acción Civil (A Civil Actino); títulos de esos que, por su aspecto liberal y anticorporativista, le encantan a un cineasta progresista de la talla de Sydney Pollack quien, en este caso, aparte de dejar su sello personal al abordar las funciones de productor, se ha reservado en la historia un pequeño pero consistente papel, el de Marty Bach, uno de los jefes supremos del bufete que echa mano de Clayton para las faenas de barrido y fregado.

Michael Clayton es George Clooney; un Clooney diferente, mucho más comedido de lo habitual. El actor, metido en la piel de ese abogado rastrero que empieza a tomar conciencia, se mueve como pez en el agua. Un perdedor nato, solitario, cínico, egocéntrico y con su vida familiar totalmente arruinada debido a su despreocupado carácter. Una interpretación sorprendente que deja encerrados en un cajón los tics habituales que en general caracterizan a los personajes de Clooney.

Y allí detrás, secundándolo a la perfección, dos fuera de serie en el mundo de la escena: Tom Wilkinson y Tilda Swinton. El primero aborda, sin ningún tipo de histrionismo, a un hombre al borde de la locura, mientras que ella, dando vida a una mujer sin escrúpulos, demuestra una sobriedad digna de las mejores damas de la historia del cine: fría, calculadora y maniquea. Una arpía en toda regla; de aquellas que Bette Davis disfrutaba encarnando.

En Michael Clayton casi todo funciona a la perfección pues, aparte de los actores y las ansias por denunciar ciertos aspectos del mundo corporativo, hace gala de una hora final tensa y con pequeñas dosis de suspense bien insertadas. Pero su director, Tony Gilroy, un hombre con excelentes antecedentes como guionista (la trilogía sobre el amnésico Jason Bourne es un buen ejemplo de ello), en su debut tras la cámara falla, precisamente, en lo que más domina: en el guión. La primera parte del film resulta en exceso confusa. Es innegable que, una vez superada la laberíntica (e innecesaria) narrativa de sus cuarenta minutos iniciales, el espectador construye sin problema alguno la especia de puzzle planteado. Un puzzle al que, sin embargo, siempre le queda alguna que otra pieza por encajar. Es más: no sólo atribuiría el error al guión, ya que su montaje, en muchos aspectos, da la impresión de no estar bien coordinado del todo.

En definitiva, se trata de un producto digno y valiente al que le falta limar ciertas asperezas en su narración. Aparte de ello, su acertado posicionamiento ideológico, la madurez interpretativa de Clooney, un velado homenaje equino a La Jungla de Asfalto y una escena impagable y casi antológica (en la que se muestra la frialdad de un asesinato premeditado y ejecutado por un par de profesionales), hacen de Michael Clayton un trabajo interesante (aunque no imprescindible) dentro de la cartelera actual.

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