9.1.08

El bisoñé que luchó por el honor de su tatarabuelo

Hace unos tres años, y por estas mismas fechas, se estrenó La Búsqueda, una sencilla comedia de aventuras cuya única (y conseguida) pretensión era la de entretener. En ella, Ben Gates, un tipo inconformista y de buena familia, emprendía la búsqueda de uno de los tesoros más preciados de la Humanidad: el de los Caballeros Templarios. Para ello, antes de iniciar su periplo, era imprescindible apoderarse de un mapa que permanecía oculto tras la carta de la Declaración de Independencia. La cinta, sin ser nada del otro mundo, se dejaba ver con tranquilidad. No era muy creíble pero, a pesar de ello, las aceleradas peripecias del tal Gates y sus compañeros accidentales, poseían un cierto punto de lógica, ante todo a la hora de descifrar las innumerables pistas que, a manera de jeroglíficos, se cruzaban en su camino. El éxito de público y las ansias de la Disney por repetir la taquilla, hacían inevitable una secuela. Ésta acaba de llegar, hace un par de semanas, a nuestras pantallas.

La Búsqueda: La Carta Secreta es el título que, dirigido de nuevo por el irregular Jon Turteltaub, ha colocado otra vez a Nicolas Cage y a su notable peluquín en la piel del intrépido Ben Gates. Con él repiten la mayoría de actores de la entrega anterior y, por si fuera poco, se le añaden dos nombres de peso en su reparto, los de Ed Harris y Helen Mirren; el primero como el malo de la función, y la segunda como la madre de Cage; o sea, la ex exposa de Patrick Gates, el padre de Ben, el cual aún sigue siendo interpretado por un cachondo y ya mayorcito Jon Voight (sin lugar a dudas, de lo poco salvable del producto).

No sólo el diseño del cartel publicitario es similar al de La Búsqueda original, pues la película también repite esquema y fórmula, pero sin un mínimo de inspiración ni coherencia. La cuestión es exprimir al máximo las constantes de la anterior. Tanto da que el argumento no tenga pies ni cabeza... "Sí ya es suficiente con la ley del mínimo esfuerzo, ¿para qué narices quemarse las neuronas?", debió pensar Turteltaub... Y así le ha salido el pastiche.

Un par de personajes nuevos y algún que otro cambio en lo que se refiere a las relaciones personales entre sus protagonistas, son las máximas novedades que ofrece. El resto es un déjà vu de pésimos resultados. Abre igualmente con un prólogo de matices históricos (lo de histórico es un decir), para continuar luego, y con total descaro, copiando el estilo de las escenas de acción más relevantes de La Búsqueda: dos persecuciones, tres (patéticos) momentos a lo Mission: Imposible de baratijo y una escena final de esas que no acaban nunca. Y es que sus guionistas han sido tan vagos que ni siquiera, respecto a la primera, han cambiado el orden cronológico de las mismas. La única salvedad se encuentra en los viajecitos turísticos que se han pegado para colocar al bisoñé de Cage (y a él, claro está, pegado bajo el postizo) ante la torre Eiffel o en el Palacio de Buckingham.

Con la intención de añadirle algún que otro aliciente inédito más, aparte de perseguir uno de los tesoros más codiciados del mundo, el avezado Ben, con la ayuda de un ancestral diario presidencial y top secret, pretende limpiar de calumnias el nombre de su difunto tatarabuelo, un hombre al que acusan de haber participado en el asesinato de Abraham Lincoln. La excusa ideal para poner, en boca de Nicolas Cage, unos cuantos discursos en los que, impepinablemente, no faltarán ni la vena patriotera más pro yanqui ni la defensa a ultranza del honor. Un tufillo a republicano rancio que tumba de espaldas, vaya.

Pasearse como Pedro por su casa por la Casa Blanca e incluso colarse, sin problema alguno, en la Sala Oval (o en el mismísimo despacho de la reina de Inglaterra en Buckingham), es de lo más normal que puede suceder en la película. Otro cantar, también de lo más normal, es el pueril modo de descifrar los jeroglíficos que van localizando a lo largo de su recorrido. La lógica, en este caso, no aparece ni por asomo. Sus descubrimientos, más que por un mínimo de raciocinio intelectual, se deben a que ello está escrito en el guión y los actores han de creérselo y recitarlo tal cual. Que Nicolas Cage meta cara de convencido mientras se le tuercen la peluca y la boca, tiene un pase (el chico ya posee cierta solvencia en este tipo de papeles de tres al cuarto); pero que una mujer como la Mirren haga el papanatas sin inmutarse, hasta me resulta un tanto grotesco.

Añádanle, para redondear y como complemento, al graciosillo de turno (Justin Bartha), a una bella jovencita ejerciendo de mujer florero (Diane Kruger), a un comprensivo presidente de los EE.UU (Bruce Greenwood) y a un bobalicón agente del FBI con aspecto de pintor bohemio parisino (un Harvey Keitel en una de sus horas más bajas): con todo ello tendrán una tontería también de lo más normal. Resulta preocupante que se haya necesitado la friolera de cinco guionistas para urdir tan pésima fotocopia de La Búsqueda. O el tóner de la fotocopiadora se había agotado o sus cinco guionistas (¡cinco!) se anticiparon en Hollywood a la huelga de los de su gremio.

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