16.1.08

Orgullo, prejuicios y mentiras

Expiación, el nuevo film del británico Joe Wright, vuelve a retomar alguno de los temas plasmados en su anterior trabajo, el eficiente y académico Orgullo y Prejuicio. Pero lo hace de una forma diferente, mucho más ambiciosa y, por ente, rayana en la pretenciosidad. De una plasticidad magnética y de una realización casi perfeccionista, cae en el error del uso y abuso de la virguería visual; numerosos -y, a veces, descontrolados- movimientos de cámara (en los que el recurso del travelling resulta un tanto excesivo) seguirán sin descanso los pasos de sus protagonistas.

La cinta se abre con unos 45 minutos iniciales cargados de buen cine; de cine al cien por cien. Un cine innovador y distinto que, por su originalidad, hace pensar que uno se encuentra ante una nueva obra maestra, de las que cuesta descubrir hoy en día. La utilización de la cámara, los encuadres milimétricos de su cuidada y sofisticada fotografía o su atípica narrativa (en la que juega, de forma acertadísima, con los distintos puntos de vista de algunos de sus personajes), rezuman una técnica y un savoir faire que en poquísimas ocasiones se aprecian ya en una pantalla grande. Detallista y minuciosa en la presentación de sus protagonistas, y apoyándose en una embriagadora banda sonora (en la cual resalta, a modo de peculiar instrumento musical, el teclear de una máquina de escribir), Joe Wright prepara al espectador para afrontar un melodrama de dimensiones trágicas.

Un drama en el que los celos, la mentira y la irresponsabilidad separarán, de por vida, a una joven pareja de amantes en celo. Una historia de amores imposibles, ambientada en tiempos de guerra y en la que una trastocada y engreída aristocracia, en plena decadencia, cobrará un relieve especial. Corre el año 1935. La sombra de la II Guerra Mundial asoma hasta en el último rincón de una Inglaterra sumida en la angustia. Es justo allí en donde Expiación empieza a caminar. A paso lento y, en buena medida, a través de los ojos de la pequeña Briony Tallis, una niña de 13 años, aficionada a la escritura y con su cabeza atiborrada de fantasías inimaginables e incluso perversas.

45 minutos de ensueño, de gran cine, en los que los sentimientos de sus personajes brotan a flor de piel. 45 minutos hipnóticos e irrepetibles. 45 minutos que, tras el primer impacto emocional, dan paso a la borrachera imaginaria de su director; una borrachera difícil de superar desde el patio de butacas. Los efectos de la guerra, plasmados a través de un dantesco escenario situado en un punto de la costa francesa, provocan el caos en lo que, hasta ese momento, había supuesto su “contenida” (entre comillas) y larga introducción. La cámara se trastoca y no aparenta ningún tipo de control a la hora de adentrarse en largos, interminables e innecesarios travellings. La exageración de la propuesta, en este aspecto, resulta excesiva. El tiempo narrativo se alarga hasta extremos increíbles, y el aburrimiento hace peligrar ese vaso al que sólo le falta una gota para desbordarlo.

Por suerte, cuando parece perdida en medio de un mar de escenas oníricas y, en algún caso, hasta cargadas de cierto misticismo religioso (el lavado de pies de una madre fantasmagórica a su hijo enfermo), la cinta vuelve a retomar su fuerza inicial. Todo regresa a su cauce: la expiación del título, fotograma a fotograma, alcanza su máximo esplendor. Y, para compensar tanto delirio central -y a pesar de la aparente tragedia planteada-, toma cuerpo uno de los finales más bellos y sensibles que haya parido el Séptimo Arte en tiempo.

Una película vibrante (aunque descompensada por su intermitente desmesura), en donde su atractivo visual es comparable al de la sensualidad que emana una espléndida Keira Knightley, su protagonista femenina principal. El orgullo y los prejuicios han vuelto a brotar de la mano de un Joe Wright dispuesto a donar sus mejores intenciones en forma de celuloide. Una montaña rusa cinematográfica, en la que se puede subir hasta lo más alto para luego (narrativa y formalmente hablando) caer en picado y, finalmente, alzarse de nuevo. Aunque sólo sea por su largo y maravilloso prólogo y su imaginativo the end, vale la pena darle un vistazo. Además, la Knightley aparece mojadita y en cueros. Ya lo dicen los más sabios del lugar: París bien vale una misa. Y esta, al menos, es una misa con un buen número de selectos cantos celestiales.

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