6.2.08

Números y nalgas

Los Crímenes de Oxford, a pesar de ser una película de encargo, ha provocado que Álex de la Iglesia se implicara al cien por cien en la adaptación cinematográfica de Los Crímenes Imperceptivos, la premiada novela del argentino Guillermo Martínez. De hecho, el propio de la Iglesia y Jorge Guerricaecheverría (un colaborador habitual en su cine), junto con el autor del libro, han co-escrito el guión de un thriller de misterio que, a pesar de su vistosa apariencia, resulta truculento y plagado de lagunas sin resolver.

La idea de partida es interesante. Mezclar el laberíntico mundo de las matemáticas con la investigación desarrollada para resolver una serie de asesinatos, es ciertamente prometedor. Un brillante John Hurt, dando vida a Arthur Sheldom -un engreído matemático que defiende, a capa y espada, la aplicación de la lógica matemática en cualquiera de los hechos de la vida diaria-, abre la cinta mediante un embriagador discurso en el cual se sobrepone la efectividad de la numerología a la de la filosofía. Un parlamento inteligente que llena de buenas expectativas el posible devenir posterior de Los Crímenes de Oxford.

La fascinación que siente el joven Martin -un estudiante norteamericano recién llegado a Oxford- por el eminente Arthur Sheldom -un tipo al que tiene en un pedestal en cuanto a matemáticas se refiere-, es el principal foco de atención de Àlex de la Iglesia; un encuentro, el del alumno y el maestro, que, a pesar de la tirantez inicial, les acabará uniendo en las indagaciones por desvelar la personalidad de un asesino en serie que actúa cercando el ámbito más próximo a ellos. Una investigación en la que privará más la ciencia matemática y sus sucesiones numéricas, que la lógica de las pesquisas policiales habituales.

En esta ocasión, el cineasta bilbaíno ha logrado un producto simplemente entretenido. Y punto, sin mucha cosa más. A pesar de sus claras deficiencias, se sitúa muy por encima de la descabellada Crimen Ferpecto, su anterior trabajo, una comedia de tintes negros que no había por dónde pillarla. Al menos, el que ahora nos ocupa, no cae jamás en la astracanada, aunque sí se acerca, en un momento concreto (una persecución por los tejados de un majestuoso edificio) al espíritu basurero de la patética Tuno Negro. El problema, a mí parecer, es que no ha sabido sacarle el jugo necesario a la propuesta, dando la impresión de haber dedicado más tiempo a la búsqueda de un casting apropiado -en el que nadie desentonara, en altura, al lado del canijo Elijah Wood- que en profundizar en una historia que se va diluyendo a medida que va entrando en materia.

Hay demasiadas cosas básicas, a lo largo del metraje, que dicen muy poco de la ya probada sapiencia cinematográfica del realizador. Por ejemplo, la presentación de Martin, el personaje interpretado por un efectivo Elijah Wood, se me antoja muy forzada. En ella, a través de un diálogo nada creíble entre éste y una anciana mujer a la que apenas conoce, se nos hace un perfilado dibujo de la personalidad e intenciones del joven. Igual ocurre con la poco definida relación amorosa y pasional de Martin con una carnal (y macizorra) Leonor Watling o, sin ir más lejos, con la nula definición otorgada a los esquivos devaneos con la hija de su casera.

De la Iglesia sabe poner la cámara y domina la tecnología como el primero. Un excelente travelling adorna su primera parte, justo antes de descubrir al primero de los cadáveres que inundarán el film. Un travelling larguísimo y visualmente atractivo. Se notan sus cortes, pero da igual; en ese momento la magia del cine acaba de aparecer, demostrando, con ello, que cuando quiere es uno de los mejores realizadores del país.

Sólo le falta un buen guión; una materia que tiene pendiente desde que dirigiera La Comunidad, su film más completo. Y es que, una vez terminado Los Crímenes de Oxford y rememorando el impagable travelling citado, es muy fácil descubrir en él toda la truculencia empleada a lo largo y ancho de su metraje, desmembrando incluso algunas de las coordenadas que conforman su resolución final. Tras recuperar esa escena maravillosa, en la que la cámara va siguiendo y abandonando a todos los personajes que se ven involucrados en la trama, uno saca la conclusión de que ésta cuadra muy poco en cuanto al esclarecimiento del misterio se refiere. Y es que la relación tiempo y espacio hay que utilizarla de forma apropiada. Manejarla de manera tan truculenta es un engaño para el espectador.

De todos modos, no aburre. Y eso ya es mucho. Aunque sólo sea por disfrutar con la visión de esas tersas nalgas de la Waiting, asomando por debajo de un mandilón abierto, vale la pena acercarse al cine. Por lo que a mí respecta, me pido cita el primero para cenar, en compañía de la Leonor, un suculento plato de espaguetis a la boloñesa (o al pomodoro, o a la carbonara, o a la loquesea...)

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