23.5.08

Putrefacción

No podría haberse estrenado peor la última y consistente película de Sidney Lumet, Antes Que El Diablo Sepa Que Has Muerto. Pendiente de llegar a nuestras pantallas desde hace varios meses debido a ciertos problemas de distribución, justo la aposentan en cartelera al día siguiente de haber invadido un desmesurado número de salas el amigo Indiana. Un modo como otro de matar la vida comercial de un producto excelente. Jamás entenderé el ideario de ciertas lumbreras colocadas en lugares estratégicos de la exhibición cinematográfica en España. Y es que, un título como éste, se hubiera merecido un mayor respeto.

A sus 83 años de edad, Sidney Lumet sigue demostrando que es todo un maestro en esto del cine. Hace un par de temporadas lo hizo con Declaradme Culpable, otro film pésimamente estrenado y que pasó (inmerecidamente) sin pena ni gloria. Ahora lo hace con Antes Que El Diablo Sepa Que Has Muerto, un thriller, repleto de pinceladas melodramáticas, en el que, a raíz de un violento suceso, se disecciona la absoluta desmembración de una acomodada familia de Nueva York.

Un matrimonio ya mayor y sus tres hijos, dos de ellos varones, son los principales personajes, junto con sus respectivas parejas, sobres los que gira este milimétrico engranaje de relojería. Una montaña rusa de sorpresas y emociones, construida sólidamente mediante un montaje espléndido en el que la historia va asomando a retazos. Igual que en un puzzle, toma cuerpo a medida que avanza la acción, ya sea retrocediendo o avanzando en el tiempo. Es tanta la meticulosidad narrativa de Lumet que, al finalizar, no queda ni un solo cabo suelto por atar.

Todo se inicia con el desastroso atraco a una pequeña joyería familiar. Las ganas de conseguir dinero fácil y la perversa Ley de Murphy, se asocian para desbaratar la planificación de un sencillo robo que, finalmente, no debiera haber tenido tantas consecuencias negativas. La ruleta de la fortuna ha jugado en contra de dos de los hijos de la familia Hanson: Andy, el mayor, y Henry, el pequeño. Ambos sufrían un mal momento económico: la excusa ideal del cerebral Andy para perpetrar un golpe que, en un principio, prometía ser como un inocente juego de niños. El problema es que, en sus intenciones, nunca llegó a imaginar que el destino jugara tan malas pasadas.

Tragedia, drama, intriga policiaca... Llámenle como quieran. La cuestión es que Lumet retrata, hasta el último detalle, el poder de corrupción que se balancea sobre el ser humano; corrupción que casi siempre había situada en el ámbito policial o judicial y que, en este caso, lo hace introduciéndose de lleno en el perímetro familiar, cosa que ya hizo anteriormente (aunque con resultados bastante mediocres) en Negocios de Familia. Si en ésta lo hizo a través de una comedia de tintes policiacos, ahora lo hace de forma más seria, adentrándose en terrenos aciagos en los que el sentido del humor está prácticamente ausente. Su estilo es seco, profundo, igual que un balazo dirigido directamente al cerebro. La putrefacción humana está exenta de sentimientos y de valores, incluso dentro del seno de la familia.

Ambición, drogas, alcohol, sexo, adulterio, impotencia... Varios son los temas que se interfieren a la hora de que alguien pierda los escrúpulos. Y ello lo demuestra valiéndose de una amoralidad no muy habitual en el Hollywood actual. No existen tapujos de ningún tipo en los parámetros del espléndido guión urdido por Kelly Masterson, un escritor que debuta en el mundo del cine con este trabajo: todo un mazazo a la enclaustrada y falsa imagen que de los valores familiares se nos ha dado dirante toda la vida. Y es que, hurgar en los rincones más recónditos de los Hanson, es sinónimo de hurgar en la mierda; de esa misma mierda de la que se han estado auto alimentado desde que Charles y Nanette Hanson tuvieron a Andy, el primero de sus hijos.

A su tensa y maloliente carga de sentimientos opuestos y enfrentados, añádanle una brillante y contenida dirección de actores, la cual logra, en todo momento, que ninguno de ellos resalte sobre el resto de sus compañeros. Todos están al mismo nivel; un nivel elevadísima: desde la cínica impermeabilidad de un magnífico Philip Seymour Hoffman a la fuerza interpretativa del cada día más carismático Ethan Hawke y sin olvidar, por ello, la desnudez (física y mental) con la que afronta su bipolar rol una espléndida Marisa Tomei o el torturado personaje al que da vida un inmenso Albert Finney, ese padre de familia sobre el que empezarán a pesar demasiados sentimientos de culpabilidad. Entre ellos, del primero al último, se desprende esa exquisita química que, en contadas ocasiones, convierte al cine en algo más que celuloide; una química que, en este caso, está diseñada a partir de una dosis de cianuro mayúscula.


Háganse un favor y no dejen escapar este diamante en bruto. Trilita en estado puro. Lo mejor de lo mejor, empezando por la excelencia de un cartel publicitario (el original) en el que se homenajea la estética visual del desaparecido Saul Bass, y terminando por la envidiable solidez con la que se ha moldeado su ingeniosa y corrosiva trama.

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