27.7.08

El Gordo y el Flaco en el Viejo Continente

Dos asesinos profesionales, un inmenso homenaje al mundo de Stan Laurel y Oliver Hardy y el exotismo de la ciudad de Brujas (Bélgica) como excelente y atípico escenario, son sólo algunos de los atractivos que ofrece uno de los thrillers más extraños e interesantes de la temporada. Se trata de Escondidos en Brujas, el primer largometraje del inglés Martin McDonagh, un hombre que, en su trabajo, ha sabido combinar, con una exquisitez envidiable, el humor negro (negrísimo) con la violencia más seca y radical.

El par de sicarios a sueldo que lo protagonizan bien podrían haber sido el Gordo y el Flaco, dos individuos que, después de realizar un encargo en Londres, deben refugiarse durante dos semanas en Brujas. en espera de una llamada telefónica de su jefe. Ignoran la misión que les va a encomendar, aunque tienen claro que tendrán que liquidar a alguien. Al Gordo le encanta la historia que se esconde tras los edificios y monumentos de la ciudad; al Flaco le jode hacer turismo y se pasa el día lloriqueando y quejándose de esas vacaciones pagadas. El Gordo es un inmenso Brendan Gleeson, mientras que el Flaco es Colin Farell. Oli y Stan o, lo que es lo mismo y respectivamente, Ken y Ray, los nombres de los dos personajes a los que dan vida.

En esencia, la relación establecida entre ellos es uno de los puntales sobre los que se aposenta Escondidos en Brujas. Una relación de amistad en la que priva, por parte de Ken y al igual que ocurría en las viejas cintas de Oli y Stan, una gran dosis de proteccionismo hacia su compañero un tanto más débil. Ray es un tipo autodestructivo y tocado por un fuerte sentimiento de culpabilidad, mientras que Ken se desvive para que su colega olvide ese maldito efecto colateral que causó durante una de sus faenas; un efecto colateral que le ha sumido en una profunda depresión.

Sin olvidar en ningún momento el tono de comedia inicial y sus apartes surrealistas (como la presencia incluida de un enano adicto a la ketamina y metido de lleno en un rodaje cinematográfico por las calles de Brujas), a medida que avanza su metraje, la historia planteada se decanta hacia el melodrama; un melodrama ácido cargado de toques trágicos y granguiñolescos. La aparición en escena de un tercer hombre, con el rostro y el cuerpo de un inquietante Ralph Fiennes, ayuda a ese cambio de rumbo narrativo. Con él y las circunstancias que éste conlleva, surge una aproximación al universo deformado y transgresor que esgrimió Orson Welles en su cine (por otra parte, también un apasionado confeso del Viejo Continente); no en vano, Brendan Gleeson mata sus horas perdidas, en la habitación del hotel, disfrutando de un pase televisivo de la magistral Sed de Mal.

El fascinante tratamiento de su fotografía (todo un homenaje a la pintura flamenca y a la ciudad protagonista), los brillantes diálogos que mantienen Ken y Ray casi siempre ante un par de cervezas o la fría manera de acercarse a la violencia (genial, en este aspecto, la escena del campanario), hacen olvidar al espectador que Colin Farell está cada día más sobreactuado en sus interpretaciones. De todos modos, y en comparación con el resto del film, su actuación no es más que un perdonable mal menor.

El aspecto fantasmagórico de una de las pocas ciudades medievales que aún se conservan casi en su integridad, le otorga al producto un inevitable aire de cuento de hadas… pero de hadas crueles que nos demuestran que, en el fondo, los profesionales del crimen también tienen su corazoncito.

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