22.9.08

El padrecito, el topo, su mujer... y otras cosas de meter

Según el propio José Luis Cuerda, Los Girasoles Ciegos es el film del que se siente más orgulloso hasta el momento. Disintiendo con su opinión, encuentro mucho más cercano, emotivo y compacto La Lengua de las Mariposas, un título que posee varios puntos de contacto con la actual adaptación cinematográfica de la novela del desaparecido Alberto Méndez, empezando por la colaboración en el guión del llorado Rafael Azcona (a quien ha dedicado la película). pero que, al contrario que la protagonizada por Fernando Fernán Gómez, peca de un final en exceso conformista y muy poco creíble en referencia al destino de uno de sus personajes principales.

Mientras La Lengua de las Mariposas estaba ambientada justo antes de estallar la Guerra Civil, Los Girasoles Ciegos se sitúa en Orense en 1940, un año después de finalizar la contienda. Los de la posguerra fueron unos tiempos de oscurismo y terror. Militares y sotanas eran el claro símbolo de una España ciega de tanto tostarse cara al sol. Un país dividido, en el que los perdedores debían someterse a los caprichos de la política y los dictados de la religión. Un país en el que algún que otro republicano, atemorizado ante la posibilidad de caer en manos de los nacionales, decidió esconderse de por vida ya desde los incios del conflicto bélico, tal y como hizo Ricardo, un personaje clave en el film.

El citado Ricardo, su esposa Elena y Salvador -un diácono recién llegado del frente al que aún le faltan 12 meses para ser ordenado sacerdote-, forman un atípico triángulo al que hay que añadir la presencia del pequeño Lorenzo, el hijo menor fruto del matrimonio y, al mismo tiempo, alumno del eclesiástico. El topo, su mujer, su niño y el calentorro del padre Salvador; un religioso convencido de que Elena es una (tentadora) madre viuda a la que podría ofrecer consuelo.

En segunda línea, y totalmente desdibujados, avanzan hacia ninguna parte otros personajes (como la embarazada hija mayor de la pareja y su compañero) quienes, debido a su falta de definición sobre el papel, resultan totalmente innecesarios en relación a la trama central y que, en el fondo, tan sólo sirven para alargar unos cuantos minutejos el metraje.

Los Girasoles Ciegos no ofrece nada nuevo a un género que en España fue, y sigue siendo, el pan nuestro de cada día para muchos directores. La guerra y las miserias de la posguerra; una propuesta que empieza a resultar cansina y que, en general, siempre gira sobre los mismos elementos. De hecho, lo más remarcable del trabajo de Cuerda estriba en su perfecta dirección escénica y artística, capaz de transportar al patio de butacas hasta las calles de una Orense provinciana y de total credibilidad, tanto por su aspecto visual como por el insinuado retrato de los usos y costumbres de unos habitantes que vivían en la incerteza total.


Maribel Verdú, en su plena madurez interpretativa, construye a la perfección a una mujer insatisfecha y cansada de vivir aferrada a una mentira, al tiempo que un irregular e inexpresivo Javier Cámara no acaba de encajar en el rol de Ricardo, un tipo que se desenvuelve (siempre en pijama) entre la cobardía y la testarudez ideológica (aunque decantándose ampliamente por lo primero.)

Dejando a un lado la repelente y cargante actuación del pequeño Roger Princep (el mismo niño que protagonizara El Orfanato), interpretativamente hablando, lo mejor de la cinta se localiza en la sorprendente recreación que del padrecito Salvador hace un desconocido Raúl Arévalo. Y digo desconocido porque, por vez primera y alejándose de los quincorros a los que suele encarnar, cambia por completo de registro y logra dotar a su obsesionado diácono de un sinfín de matices que ayudan a comprender mejor la lucha interna de un ser que, temiendo a la condenación eterna por el pecado de la carne, se muestra dispuesto a todo con tal de catar la manzana de esa Eva con el rostro de Maribel Verdú. Curiosamente, con su labor, el personaje más oscuro y resbaladizo del film se convierte en el más atractivo para el espectador, desbancando incluso la fuerza innata que siempre ha caracterizado los trabajos de su partenaire femenina.

Mas (y sin profundizar) sobre esa España funesta que, para bien o para mal, se ha convertido en recurso fácil para muchos cineastas, empezando por el mismo José Luis Cuerda, un hombre que se movía de forma más cómoda y convincente con sus primeras comedias; aquellas en las que, a golpe de surrealismo, esbozó algunos de los mejores retratos costumbristas de nuestra piel de toro más rural.

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