15.9.08

Se abre la veda

Un hombre solitario conduce un automóvil por una carretera de Castilla. Un alto en el camino. Un polvo rápido con una desconocida en los lavabos de una gasolinera. Un billetero birlado... Se reemprende el viaje. Sigue solo, sin compañía, al frente del volante, aunque decide cambiar su rumbo para ir tras la cartera desaparecida. A mitad de un laberíntico y empinado camino, suena un disparo y una bala impacta en su coche... Se acaba de abrir la veda de caza.

Éste es el magnético inicio con el cual Gonzalo López-Gallego abre El Rey de la Montaña, su tercer largometraje y el primero de encargo en su carrera. Un thriller brillante, sobrecogedor y con claras referencias al cine de Narciso Ibáñez Serrador y, sobretodo, a El Malvado Zaroff, ese pedazo de clásico de la Universal en donde la cacería del hombre tomaba un protagonismo terrorífico.

En el film del realizador madrileño, los principales (aunque no únicos) objetivos a eliminar son él y ella; o sea, los dos amantes casuales de la estación de servicio, unos espléndidos María Valverde y Leonardo Sbaraglia, dos elementos imprescindibles para ayudar a crear la tensa atmósfera que se mantiene durante todo el metraje. Ella es Bea, una joven con inclinaciones cleptómanas; él, Quim, un individuo totalmente incapacitado para afrontar los momentos difíciles con un mínimo de dignidad: un tipo que, ante el peligro, optará por lloriquear antes que desafiarlo. En este aspecto, y con respecto a otras cintas en las que una pareja vive un episodio al límite, resulta ciertamente original e inteligente el cambio de roles psíquicos que aplica el guión a sus dos personajes principales.

La belleza natural de las frondosas montañas y el escondite consustancial que abrigan árboles, matos y rocas, se convierten en otro enemigo más a tener en cuenta. Para dos personas con los nervios a flor de piel, es prácticamente imposible acertar en que lugar del bosque se ocultan esos cazadores invisibles dispuestos a acabar con sus vidas. Las balas llegan de todos lados; sobrevivir es la única meta para ambos. Ni siquiera saben quién se oculta tras los disparos o el porqué de tanta violencia. Sólo tienen clara una cuestión: ellos son la diana; una respuesta más que suficiente para echar a correr.

El Rey de la Montaña mantiene su firme pulso a lo largo de toda la proyección. No hay ni un solo minuto innecesario o que rebaje la fuerza de la propuesta. Al contrario; desde que empieza hasta que finaliza y debido a su trepidante ritmo narrativo, se asemeja a una montaña rusa desbocada y plagada de curvas peligrosas. Un crescendo imparable, potenciado en todo momento por el miedo del individuo a lo desconocido e incluso, en muchas ocasiones, situando al espectador en el mismo punto de vista de Quim, el personaje de Sbaraglia: el de una perspectiva ciega y generalmente nula, capaz de definir al cien por cien el apocamiento de aquel que prefiere esconderse antes que prestar alguna que otra ayuda a sus congéneres.

Un trabajo contundente, visceral y de una crueldad escalofriante; de aquella en la que el sonido de un disparo casi siempre va acompañado de un chorro de sangre. Igual que en los video-juegos: recargar y disparar..., recargar y disparar..., rápido, afinando la puntería y sin dejar escapar el más mínimo movimiento. Cobardía, heroísmo, dolor, rabia, maldad, desesperación, fatalidad...; de todo un poco y al servicio de un film sobresaliente que nada tiene que envidiar de ciertos (y sobrevalorados) productos de acción norteamericanos.

Y apúntense la moraleja: no follen en los aseos de las gasolineras, que luego se me van a perder por los bosques.

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