5.12.08

La familia

Salvando las distancias (que son muchas e inmensas), a Ventura Pons le ocurre como a Woody Allen. El tipo está empeñado en filmar una película tras otra y claro, con tanto estrés, luego pasa lo que pasa y termina estrenando productos tan indigestos como Forasteros, un film que quiere decir mucho y se queda en nada.

Inmigración, separatismo, intolerancia, relaciones matrimoniales y familiares, violencia de género, homosexualidad no asumida... todo ello (y más) acumulado en menos de dos horas de metraje. Las neuras del Ventura Pons de toda la vida concentradas en una especie de culebrón televisivo (que no cinematográfico), excesivamente teatral y con un montón de sobreactuaciones a cuál más delirante. Todo vale en el universo del realizador catalán para hacerse notar y que hablen de él. La pretenciosidad por resultar polémico es tan mayúscula que, en lugar de sorprender y/o escandalizar, acaba apuntando hacia la ridiculez.

Dos generaciones de una misma familia del barcelonés Poble Nou y las relaciones entre sus miembros conforman la base principal sobre la que se aposenta Forasteros. Los años 60 y la época actual. Dos siglos distintos y una misma casa. En el siglo XX, sus "nuevos" vecinos, los del piso de arriba, fueron inmigrantes andaluces. En el XXI, los paquistaníes han tomado el relevo de éstos. Los recelos, en ambos casos, serán los mismos.

La maximización de cuantos problemas se exponen y la exagerada interpretación de una inaguantable y duplicada Anna Lizaran (dando vida a madre e hija en épocas distintas), convierten al film de Pons en una tragicomedia totalmente sacada de contexto y llena de detalles metidos en calzador con la única intención de epatar, tal y como ocurre con esa innecesaria escena nocturna y bajo la lluvia en la entrada de un cementerio. Y es que, al director catalán, le va lo de la magnitud de la tragedia. Cuanto más abultado sea el planteamiento, más parece disfrutar. En realidad, lo único que consigue con tal exhibición de desproporciones, es que la platea se distancie por completo de una propuesta que se desmorona por su propio peso; una propuesta que, por otra parte, tampoco ha sabido distanciarse en absoluto de su clara procedencia teatral.

Su excelente escenografía (cargada de magníficos detalles decorativos muy de los sesenta), la cuidada y esforzada labor del departamento de maquillaje (a la hora de envejecer o enfermar a ciertos personajes), o el tener la ocasión de descubrir el potencial melodramático del cómico y doblador Joan Pera, son lo mejor de un título filmado bajo mínimos y con la única y malsana intención de cubrir el expediente de una película al año.

A finales de los 80, Ettore Scola sorprendió a propios y a extraños con La Familia, un film tremendamente estilizado y emotivo que, al igual que el de Ventura Pons, transcurría en su integridad en el interior de un piso. En ella también se analizaban las relaciones entre los miembros de una unidad familiar a lo largo de un siglo. Pero, por mucho que se esfuerce, Ventura Pons no tiene ni el oficio ni la clásica elegancia de Scola. Y no se puede vivir sólo de referentes.

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