6.8.10

El arte del engaño

Debido a las numerosas medianías que se están estrenando este verano, he aprovechado mis vacaciones para revisar ciertos clásicos que, por un motivo u otro, me quedaban ya muy lejanos. Este es el caso de Golfus de Roma, un título que provocó en mi niñez un entusiasmo sin precedentes y que posteriormente, en su reestreno hacia finales de los años 80, me decepcionó ingratamente. Una decepción que con su nuevo visionado ha vuelto ha convertirse en admiración. Ya era hora de romper con esa dualidad de sentimientos contrapuestos.

Visto lo visto, el cambio de parecer se me antoja de lo más lógico. El preestreno de los 80 se hizo de la forma más patética posible: manteniendo dobladas al español las canciones que el gran Stephen Sondheim compuso para el original teatral que dio pie a la película, lo cual rompe con la elegancia y perfeccionismo con la que se llevó a cabo la producción. Y más si se tiene en cuenta que obtuvo, en su día, el Oscar a mejor Banda Sonora Adaptada. Una vergüenza desatinada que, por desgracia, aún se puede comprobar en la banda de sonido castellana de su edición en DVD. Por suerte, siempre nos queda el inglés subtitulado. Maravillas del formato digital. Y es así justo cuando Golfus de Roma recobra todo su esplendor, con Zero Mostel y su propia voz introduciendo al espectador en la que será una de las más alocadas historias sobre romanos que haya parido el cine.

Dirigida por un Richard Lester en plena forma tras sus delirantes experiencias con The Beatles (¡Qué Noche la de Aquel Día! y ¡Help!), el hombre supo otorgarle un ritmo vertiginoso y milimetrado a las experiencias vodevilescas vividas en una barriada romana por Pseudolus, un pícaro esclavo que, a cambio de su libertad, intentará conseguir para el hijo de sus propietarios a una cortesana virgen por la que éste siente una fuerte atracción amorosa. Y he aquí cuando el tal Pseudolus hace del engaño y la mentira todo un arte. ARTE en letras mayúsculas. Nada se le escapa de las manos. A cada bache busca nuevas soluciones, a cual más alucinada. A pesar del descontrol y de los numerosos imprevistos, el tipo siempre encuentra una salida de emergencia para seguir a delante, aunque sea a trancas y barrancas: camina desvergonzadamente sobre una débil maroma para llevar a cabo su plan, constantemente a punto de desplomarse al vacío; riza el rizo con una desfachatez asombrosa y, con sus improvisados parches, aún hace más difícil la situación creada. Toda una forma de vida.

Zero Mostel es Pseudolus, alma mater de un film al que en España nunca respetaron su larguísimo título original (A Funny Thing Happened on the Way to the Forum). Siempre al límite de la sobreactuación y sorteando a cada segundo el caer de lleno en ella, el actor convierte a su peculiar y gesticulante esclavo en uno de los personajes más emblemáticos de la comedia de los años 60. A su lado, y componiendo una fauna irrepetible de personajes, gente de la talla de Buster Keaton (el anciano Erronius que debe dar 7 vueltas a las colinas de Roma para desfacer un falso embrujo), Phil Silvers (el estresado propietario del lupanar del lugar) o un jovencísimo Michael Crawford (el enamoradizo y tontainas Hero) muchos años antes de convertirse en El Fantasma de la Ópera sobre los escenarios londinenses.

Tres son las casas que dominan la acción y, ante todo, su cuidada escenografía. En el centro, la casa del calentorro Senex, padre de Hero y casado con una mujer altiva y dominante; a su izquierda, la de Erronius, casi siempre vacía debido a las interminables caminatas de su propietario y, a su derecha, la de Marcus Lycus, un prostíbulo que pronto se convertirá en el centro de atención de una legión romana en busca de compañera para su soberbio centurión.

Yeguas sudadas, eunucos, impostores, gafes, putas, soldados engreídos, mujeres que en realidad son hombres, saltimbanquis, persecuciones de cuádrigas... El enredo en toda regla. Hay de todo en la villa del crápula Pseudolus, incluidas música, canciones y coreografías no muy al uso. Pero, ante todo, numerosas puertas que se abren y se cierran, un exceso de confusiones y un sinfín de lumbreras desfilando y desapareciendo ante cámara. El ilusionista, sin embargo, tiene nombre propio: Richard Lester.

No saben cuanto me alegro de haberme reconciliado con el frescor de una joya como ésta. Noventa y nueve minutos a los que no les sobran ni un solo segundo. Todo está en su sitio, perfectamente cuadrado. Un buen ejemplo de ello son sus magníficos títulos de crédito finales: valen un potosí.

No hay comentarios: