30.3.11

El último peñazo

Jacques Rivette, uno de los reputados de la Nouvelle Vague, a sus 83 años regresa a las pantallas de todo el mundo con El Último Verano (imposible traducción española de 36 Vues du Pic Saint Loup), un título que fue presentado en la última edición del Festival de Venecia. Los gafapastas están de enhorabuena; el resto de mortales, no tanto. El hombre, a su edad, ya podría ir pensando en la jubilación.

No se dejen engañar por las palabras de uno de los gurús de la crítica en Catalunya que, en su espacio televisivo semanal, aseguraba que, con El Último Verano, estábamos ante una “pequeña joya cinematográfica”. Falacias. Nada más alejado de la realidad. Luego, la gente ve el peñazo que en realidad nos endilga el Rivette y pierde todo el respeto por la mínima credibilidad que ofrece cierto sector de la crítica.

A Jacques Rivette nunca le perdonaré las soporíferas cuatro horas de La Bella Mentirosa, uno de sus films (inexplicablemente) mejor valorados y en el que un pintor, interpretado por Michel Piccoli, se pasaba la mayor parte de su abigarrado metraje retratando a una aún tentadora Jane Birkin en pelota picada. Ahora, para su último experimento y veinte años después de tal suplicio cinematográfico, recupera a la Birkin (bastante ajada, la pobrecilla), la cubre con unos harapos (que ya no está para ir enseñando miserias) y la convierte en una mujer solitaria, de parcas palabras y traumatizada por un hecho del pasado.

Como telón de fondo a los devaneos “intelectualoides” del Rivette y de las angustias del personaje de la Birkin, un pequeño circo ambulante y sus pocos integrantes: un par de equilibristas y tres payasos reconcomidos que se pasan el puto día representando y ensayando el mismo número. Como decorado paisajístico, la envolvente naturaleza del Pic Saint Loup en el Languedoc-Roussillon. Añádanle a la troupe circense a un italiano (también solitario) que, con el careto de Sergio Castellitto, queda prendado de las arrugas y del misterio que rodea a la femme tronada.

Una película en la que no pasa nada de nada, aunque todo en ella es de lo más bucólico y silvestre. Lenta a matar. Escenas que se repiten una y otra vez, como el sketch de los payasos depresivos o las absurdas conversaciones (o no conversaciones) de Castellitto con el resto de los integrantes del circo. Miradas, silencios y cantidad de situaciones y de diálogos para besugos. La naturalidad en los actores es nula: ¡Viva la teatralidad! El sonido de los grillos, de fondo, que no falte. Cuatro encuadres básicos y un mucho de experimentación al servicio de una gran tomadura de pelo. A todo le llaman cine... e incluso poesía.

No hay como ser una vaca sagrada para hacer un bodrio y que le tilden a uno de maestro. Que no les pase “”. Suerte que, en lugar de cuatro horas, dura 80 minutejos. Y aún así, sigue siendo interminable.

Como siga metiéndome con las "eminencias", me excomulgarán del mundo de la crítica. Pues mira: ¡Me cago en la Nouvelle Vague!

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