21.6.12

Terapia pajera

Aunque dirigida por la norteamericana Tanya Wexler, Hysteria es claramente un film de corte británico, tanto por su sentido del humor como por esa resultona recreación del Londres victoriano en donde un joven médico, empleado en la consulta de un doctor especializado en tratar a mujeres “histéricas”, se convirtió en el inventor casual del vibrador eléctrico.

Basada libremente en un caso verídico, la cinta navega entre graciosos chistes masturbatorios y un alegato por la liberación de la mujer. En su primer apartado, asume su vertiente más alocada a través de una cohorte de mujeres aburguesadas quienes, para paliar sus frustraciones y calentones corporales, recurren al gabinete del doctor Robert Dalrymple (magnífico Jonathan Pryce) con el fin de ser sometidas a un tratamiento manual muy especial por parte de éste y de su nuevo empleado, Mortimer Granville, un inmaduro galeno que terminará con una dolencia casi perenne en su mano derecha de tanto utilizarla en su quehacer diario.

En su parte menos frívola, aunque sin alejarse ni un ápice del tono de comedia, se nos presenta a Charlotte, la hija mayor del docto Dalrymple, una mujer que reniega de la vida lujosa de su familia y que, enfrentada ideológicamente a su padre, regenta una local de acogida para gente sin recursos económicos al tiempo que lucha por conseguir el sufragio femenino; un personaje éste interpretado por una espléndida y divertida Maggie Gyllenhaal en un rol claramente deudor de los que antaño interpretara Diane Keaton en su vertiente más apayasada; una Gyllenhaal potente que, con su presencia, deja un tanto en segundo plano a un Hugh Dancy, un tanto más blando en el papel de Mortimer Granville.

Hysteria se alza como la contrapartida cinematográfica del último David Cronenberg, Un Método Peligroso, pues, al contrario que éste, opta por el desenfreno y la “locura” (siempre controlada y dentro de unos límites) para tratar el tema de la histeria femenina. Juega con la falsa mojigatería que esgrimían las damas de alto copete de la Inglaterra de finales del siglo XIX para esconder su insatisfacción sexual, sacándose con ello de la manga varios gags ciertamente simpáticos y sin caer nunca en el humor soez. Todo ello muy british y absolutamente calibrado; tan calibrado como esos consoladores inventados a medias entre el citado Granville y su mentor, un inventor al que da vida un desconocido Rupert Everett y que da con el vibrador gracias a su experimentación con un plumero eléctrico.

Un producto campechano que, entre masturbaciones, feminismo y lucha de clases, peca de su falta de arrojo al no atreverse a afrontar ciertos temas con un puntito más de picardía y morbo. Un tanto como lo que le sucede con su descafeinado trabajo a Felicity Jones, una de las actrices jóvenes con menos potencial interpretativo del panorama actual y a la que, para más desgracia, le ha tocado el papel más insustancial de la función, el de Emily, la hermana pequeña de la todoterreno Charlotte.

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