2.5.13

Gángsters, hippies, prisiones y un Dios lisérgico

1968. Los hippies, el “haz el amor, no la guerra” y el LSD molaban. La cultura pop estaba en su punto máximo de expresión. Y la psicodelia cinematográfica arrasaba. El cine gamberro y antisistema era fetén. Otto Preminger, uno de los directores más prestigiosos de Hollywood, a pesar de su célebre calvicie, optó por desmelenarse y subirse también al carro.  Su tarjeta de visita llevaba el nombre de Skidoo (lo que aquí, en España, en caso de haberse estrenado, se hubiera titulado Moto de Nieve), una locura psicotrópica sin mucho sentido que, tras una semana en cartelera con una pésima acogida, fue apartada de la exhibición comercial por el propio Preminger.


Un reparto extenso y de lujo en el que se contó, entre otros, con gente habitual de las comedias de la época como Jackie Gleeson, su eterna compañera Carol Channing, Frankie Avalon o Burgess Meredith. El toque pop lo puso un John Philip Law recién salido de ejercer de angelote en otro film maldito, Barbarella, mientras que Peter Lawford, por aquel entonces senador, daba la nota de atrevimiento al formar parte del elenco de una cinta en la que, según cuentan y durante su rodaje, el ácido lisérgico corrió como la espuma entre todo el equipo técnico y artístico.


George Raft y Cesar Romero también se apuntaron al invento, desenvolviéndose como peces en el agua en sus habituales roles de maleantes. Pero el par de guindillas que coronaban Skidoo corrieron por parte de dos míticas estrellas del Hollywood más clásico: Mickey Rooney y Groucho Marx. El primero dando vida a George “Blue Chips” Packard, un gángster metido entre rejas y dispuesto a cantar para delatar a su antigua banda, mientras que el segundo, el gran Groucho, a sus 77 años de edad, se metió en la piel del mismísimo Dios, el jefe de una banda de mafiosos que, desde el yate en el que vive enclaustrado, intenta manejar todas las teclas posibles para que sus hombres acaben con la vida de Blue Chips en la prisión en la que cumple condena; un Dios peculiar, arropado por la escultural figura de la modelo de color Luna y tocado, al mismo tiempo, por las alucinaciones del LSD que se zampó por consejo del propio Otto Preminger.


En su estreno, el delirio teóricamente jocoso planteado por el realizador de Anatomía de un Asesinato, descolocó a todo el mundo. La película, vista hoy en día, tan solo se disfruta por tratarse de una rareza sin precedentes. Una rara avis astracanada en la que se mezclaban los disparates propios de productos como ¿Qué tal, Pussycat? o Casino Royale con los efluvios provocados por la ingesta masiva y colectiva de tripis y LSD. Sus gags, aparte de alocados, resultan pésimos, sin ninguna gracia, aunque se adivina que todos los que intervinieron en su construcción, del primero al último, lo pasaron de puta madre, incluido Harry Nilsson, el compositor de su banda sonora y capaz de despedir el film con un infumable número musical (muy de la época) interpretado por una Carol Channing disfrazada de pirata hippie y de urdir un tema (y esto tiene su coña) para desarrollar unos títulos de crédito finales totalmente cantados..


Mi pasión por Groucho Marx me ha obligado a perseguir, durante muchos años, una copia de Skidoo. Esta semana, por fin, conseguí visualizar esta extraña ensalada de mafiosos, hippies, prisiones y sustancias alucinógenas. Y, ante tanto desvarío, me he quedado con un palmo de narices. La decepción ha sido inmensa. Quizás sería mejor no haberla visto nunca y seguir soñando con un film maldito muchísimo más ingenioso. La lástima es que sólo se queda en la anécdota.


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