6.2.15

El pintamonas y la pintora


El cine de Tim Burton hace tiempo que pedía a gritos un cambio de orientación, de huir de ese sempiterno espíritu gótico y siniestro, ya un tanto cansino, que alumbraba sus últimas producciones. Con Big Eyes parece haberlo conseguido. Cambia la oscuridad por una luminosidad y un colorismo poco habitual en su universo, aunque conserva sus señas de identidad en varios aspectos, empezando por el sinfín de pinturas que acompañan a sus dos personajes principales a lo largo y ancho de su metraje; unas pinturas cuyas protagonistas, siempre niñas tristonas y de ojos grandes, parecen escapadas directamente de alguno de los films anteriores del director.

Big Eyes está basada en un caso real, el que vivieron Walter y Margaret Kane entre mediados de los años 50 y principios de los 70, periodo durante el cual el primero se convertiría en el pintor de moda entre la jet set norteamericana con sus peculiares cuadros de niñas solitarias, y por dar el pistoletazo de salida, con su embaucador carácter, del ahora llamado merchandising, ya que logró muchísimos más ingresos debido a la venta de los posters de su obra que con la de las pinturas originales.


Hablando de pinturas, lo que hace Tim Burton en su película, es otro tipo de retrato: el de un tipo que, en complicidad con su esposa y durante muchos años, consiguió tomarle el pelo a toda la sociedad, cometiendo un gigantesco fraude que, de pasada, anuló por completo a su mujer Margaret como persona y creadora ya que, en realidad, ella era la pintora, la que realizaba todos los cuadros de las niñas big eyes y de las que Walter se apropió descaradamente otorgándose su autoría ya que, según él -todo un experto a la hora de vender un producto-, “el arte femenino no vendía”.

La cinta se centra, principalmente, en el despertar de Margaret como mujer y como artista y en la lucha de ésta por huir de la sumisión que demostró ante el despotismo de su esposo, un tipo mentiroso, machista y, a pesar de su aspecto campechano, de un mal carácter asombroso. Y allí, para dar vida a esa mujer resignada y acobardada, está una sobria Amy Adams que, con su magnífica interpretación se come con patatas a un apayasado Christoph Waltz que, con su desmadrada actuación, se convierte en lo peor de la propuesta de un Burton que, en su posición de director, se debió ver sobrepasado por la intensidad histriónica del actor austríaco.


San Francisco y Hawái como dos puntos geográficos referenciales y un montón de citas sobre personajes del mundo de la cultura de esa época (empezando por Andy Warhol, el otra gran promotor del merchandising pictórico), son algunos de los grandes puntales que utiliza el realizador de Mars Attacks!, para narrarnos, bajo el aspecto de cuento cruel infantil, la historia de un fraude que demuestra que, en ocasiones, la realidad va mucho más allá que la ficción.

Ciertamente curiosa.

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