30.4.15

El buenismo del zahorí


El Maestro del Agua significa el debut tras las cámaras de Russell Crowe quien, al mismo tiempo, carga con el papel principal de la película, el de un zahorí australiano que, cuatro años después de la masacre de Gallipoli durante la primera guerra mundial y azuzado tras el reciente suicidio de su esposa, decide viajar hasta Turquía para intentar recuperar los cuerpos de sus tres hijos que, en su día, partieron hacia el campo de batalla.


La ópera prima de Crowe está cargada de buenísimas intenciones. De hecho, la cinta apuesta más por el humanismo y el “buenismo” que por la épica que podría desprenderse de su historia. Pero su fuerza termina ahí: en sus buenas intenciones. Ni el ritmo es el apropiado (pues resulta tremendamente aburrida) ni las situaciones que describe son del todo creíbles, tal y como sucede con la forzada y pésimamente explicada relación que surge entre ese padre de familia desesperado por encontrar a sus hijos y la guapísima dueña del hotelito turco en donde se aloja.


Es innegable que El Maestro del Agua tiene un inicio cautivador, interesante y bien filmado. Después, a medida que va entrando en materia, empiezan a aparecer grandes vacíos de guión y, lo que es peor y a pesar de estar basada en un caso verídico, hace bastante indigerible la concomitancia (bastante alucinada) que se establece entre el padre obstinado y el militar turco que estuvo al mando del ejército el día de la matanza, algo similar a lo que ocurría entre el ex militar británico que interpretaba Colin Firth en la infumable Un Largo Viaje con el soldado japonés que le había torturado durante su captura.


Dejando a un lado las múltiples deficiencias técnicas que denota su filmación, así como las cantarinas cromas que utiliza en muchos momentos de su proyección, Russell Crowe cae en la malsana tentación de, con su personaje, acaparar la mayor parte del protagonismo de la cinta ya que, a duras penas, no hay una sola escena en la que no salga él devorando planos a tutiplén, un defecto en el que caen muchos de los actores cuando deciden ponerse por primera vez a ambos lados de la cámara. 

Una película bienintencionada aunque preocupantemente cansina, cuya mejor baza la juega con la presencia (¡siempre de agradecer!) de Olga Kurylenko, una bellísima fémina que, en los últimos tiempos, se la están rifando varios de los directores actuales. Lo que haga, da igual; la cuestión es que, con su rostro y su cuerpo, siempre da esplendor a un producto.


27.4.15

La sombra de Jack Sparrow es alargada


Los tiempos de El Último Escalón o El Efecto Dominó ya le quedan lejos a su realizador, un David Koepp en horas bajas que, en su último film, Mortdecai, lo único que ha hecho es prestar (bajo mínimos) sus conocimientos tras la cámara para contentar a un Johnny Depp ansioso por seguir alargando la histriónica figura del pirata Jack Sparrow en cada uno de sus nuevos films, ya sea dando vida al indio Tonto de El Llanero Solitario o, como en el caso que ahora nos ocupa, dando forma al aristócrata británico Charlie Mortdecai, un hombre al punto de la bancarrota que, debido a sus conocimientos como tratante de arte, deberá colaborar con un agente del MI6 para localizar un valioso cuadro robado de Goya en cuya parte posterior está grabado el código de una cuenta que alberga un tesoro nazi.

La cinta, basada en uno de los tres libros de la trilogía setentera escrita por Kyril Bonfiglioli, no es más que una tontería supina, una de esas astracanadas que bien podría haber realizado Blake Edwards en el crepúsculo de su carrera ya que, en muchos momentos (demasiados), los gags que inundan la cinta nos remiten directamente a los peores títulos de La Pantera Rosa. Pero, por muy patoso que sea, ni el personaje de Mortdecai tiene el carisma de Jacques Clouseau ni Johnny Depp, en su empeño por seguir haciendo el payaso, está a la altura de ese gran comediante que fue Peter Sellers.


Un quiero y no puedo que mezcla en su trama personajes de todo tipo y condición. Espías internacionales, ladrones de arte, aristócratas de capa caída, espías internacionales, ninfómanas, terroristas rusos y mujeres de carácter fuerte, forman un cóctel pretendidamente ingenioso que, en realidad, no conduce a ninguna parte. Bueno, sí, sólo a una: a potenciar los delirios desmadrados de su protagonista principal.

Un chiste único y recurrente, siempre sobre el mostacho de Mortdecai, así como la obsesión de éste por los bigotes de otros hombres, marcan un producto que nunca se debería haber filmado. Por detrás, en segundo plano, quedan sus numerosas referencias a otra saga multimillonaria, la de James Bond, así como sus múltiples guiños a la comedia inglesa de todos los tiempos (por mucho que se haya hecho desde el punto de vista norteamericano) y, de propina, esa extraña relación de dependencia enfermiza y accidentada entre su principal protagonista y esa especie de mayordomo y guardaespaldas que le sigue a todas partes, un Paul Bettany que parece totalmente perdido en su papel; una relación que en parte, y siguiendo con las forzadas semejanzas con la serie de La Pantera Rosa, recuerdan a la simbiosis caótica establecida entre Clouseau y Cato, su asistente oriental.


Y allí, a cierta distancia, dos pesos pesados que dan la impresión de no saber a ciencia cierta qué coño pintan en el invento orquestado a medias entre Koepp y el propio Depp (productor, asimismo, de la cosa): Gwyneth Paltrow y Ewan McGregor, ella como Johanna, la esposa dominante del amigo Mortdecai y él, haciendo gala de su faceta más sosa, encarnando a Martland, ese espía del MI6 que, enamorado en secreto de Johanna, ha de recurrir a los servicios del marido de ésta para recuperar el valioso cuadro desaparecido. Y, de propina, con la aparición de Jeff Goldblum, otro actor de esos capaces de apuntarse a un bombardeo, en un visto y no visto de lo más innecesario y metido en calzador para darle cierto prestigio a un film que ya ha nacido estrellado.


Espero que no se atrevan con los dos restantes títulos de la trilogía de Bonfiglioli.

23.4.15

Detective lisérgico


Paul Thomas Anderson se lo tiene creído. El tipo empezó bien y nos regaló dos joyas del nivel de Boogie Nights y Magnolia para, a ritmo acrecentado, pasar a empacharnos con pedanterías subidas de tono, como esa insoportable y minimalista Pozos de Ambición o la más reciente The Master, otro peñazo de mucho cuidado que hizo las delicias de los gafapastas del lugar. Ahora, habiendo sido nominado (de forma inexplicable) a mejor guión, vuelve a la palestra con Puro Vicio (traducción inapropiada de Inherent Vice, o sea, Vicio Propio), un ejercicio de petulancia supina basado en la novela de Thomas Pynchon.

Puro Vicio se ambienta en Los Ángeles de finales de los años 60, época en la que la psicodelia campaba a sus anchas y que se convierte en la excusa ideal para que el realizador californiano desbarre a tutiplén durante sus interminables dos horas y media de metraje. En ellas, un detective porrero y catador de todo tipo de alucinógenos, aceptará el encargo de una antigua novia para localizar el paradero de un promotor inmobiliario multimillonario que ha desaparecido del mapa. En su lisérgica investigación se irá cruzando con individuos de todo tipo y condición.

No negaré que sus primeros 45 minutos tienen su gancho. La cosa resulta graciosa y, aparte de los claros paralelismos con El Gran Lebowsky de los Coen que surgen de su colgado personaje principal, se respira una atmósfera que, a pesar de transcurrir en una década distinta, logra transportar al espectador a esas calles de Los Ángeles de los años 30 que pisaba Jack Nicholson en la inmensa Chinatawn de Roman Polanski. Cine negro y un toque de humor absurdo.


El invento, en un principio, parece prometer, pero pronto da un vuelco y la historia propuesta se convierte en un desbarajuste inexplicable, lleno de incongruencias narrativas y espesas lagunas difíciles de superar en las que se amontonan un sinfín de personajes a cual más alucinado y en nada perfilado. Una vez despertada la arrogancia autoral de Thomas Anderson, la cosa empieza a caer en picado y, de ser una obra satírica en clave de cine negro, pasa a convertirse en un calco desmadrado de las aventuras alucinógenas vividas por el Dr. Gonzo y Raoul Duke (alter ego de Hunter S. Thompson) en ese despropósito gigantesco de Terry Gilliam que atendía por Miedo y Asco en Las Vegas.


De nada le sirve a Puro Vicio contar con un casting ciertamente tentador: Josh Brolin, Owen Wilson, Reese Whiterspoon, Benicio Del Toro o Eric Roberts, entre otros muchos, ejercen de puras marionetas, sin apenas consistencia, para dar soporte a su protagonista principal, un desmadrado y cargante Joaquin Phoenix que sigue fiel en su empeño de dar rienda suelta a su histrionismo nato y en su perseverancia en convertirse en el rebelde del Hollywood actual. Y es que, últimamente, al amigo Phoenix no le soporto ni en pintura.


Paul Thomas Anderson, ese tipo que se cree un “autor” consagrado porque muchos (demasiados) le adulan sus películas, se podría ir a tomar el pelo a otra parte.


Más que Puro Vicio es pura caca. Caca de la vaca.

14.4.15

Fresca ensalada de gays y mineros


A medio camino entre la comedia británica muy al estilo de Full Monty y el cine crítico de Ken Loach, nos llega Pride, una cinta coral que, dirigida con esmero por Matthew Warchus, se ambienta en la Inglaterra de 1984, justo durante la huelga de mineros que castigó al gobierno de Margaret Thatcher para centrarse, ante todo, en un hecho muy concreto: el de las acciones reivindicativas y de soporte que un grupo de gays y lesbianas -el LGSM (Lesbians and Gays Support the Miners)- llevaron na cabo para recoger fondos para la causa de los huelguistas. Un hecho histórico, narrado con muchas licencias (perdonables) para darle más fuerza al producto (¡todo por el espectáculo!) y que unió, en la lucha, a dos grupos totalmente disonantes, el del colectivo homosexual y el de los mineros.


Pride es claramente una comedia coral, plagada de numerosos personajes perfectamente perfilados con cuatro trazos de guión y que, aparte de su espíritu crítico, apuesta de manera inteligente por el sentido del humor. La película se inicia con la negativa del sindicato de mineros a aceptar las recaudaciones del grupo gay y estos, decididos a llevar hacia adelante su empeño, deciden viajar hasta Dulais, un pequeño pueblo galés minero, para intentar convencer a sus habitantes, la mayoría de ellos sumidos en la huelga, de que acepten su colaboración.


La Inglaterra anclada en el pasado y la Inglaterra transgresora cara a cara. Los personajes, en un principio antagónicos, empiezan a interrelacionarse. Primero con recelo y luego con más convicción, dando lugar, con ello, a un sinfín de momentos ciertamente divertidos y bien construidos. Las historias personales se amontonan y, poco a poco, se van desgranando, siempre con el decorado de un país marcado por la desazón política y social imperante durante la era Thatcher. En algunos temas, Warchus profundiza más que en otros pero, en general, siempre sabe contrapesar la balanza en todos los aspectos.

Al buen devenir del producto hay que añadirle la atinada elección de un casting totalmente acorde con las intenciones de su realizador. Gente ya consagrada del cine británico como Imelda Staunton, Paddy Considene o Bill Nighy, se alternan, con una fluidez exquisita con rostros más jóvenes y no muy conocidos por el gran público (como George MacKay, recientemente visto en Mi Vida Ahora y Amanece en Edimburgo, o Ben Schnetzer, entre otros).


Un film fresco que, a pesar de sus presumibles licencias narrativas respecto a la realidad histórica, se deja ver con agrado, al tiempo que se convierte en un gratificante canto a la libertad y a la solidaridad.

8.4.15

Un empresario honrado


Tras haber aburrido soberanamente a las plateas con esa palizón pasado por agua que significó Cuando Todo Está Perdido, J. C. Chandor, con su nueva propuesta, El Año Más Violento, retoma el buen pulso narrativo que ya esgrimió en la estupenda Margin Call y nos acerca a una historia de supervivencia y honradez ambientada en la ciudad de Nueva York a principios de los años 80.

Abel Morales (un espléndido Oscar Isaac) es un emigrante hispano que, tras casarse con Anna, la hija de un poderoso empresario que tejió su compañía de manera bastante oscura, compra la firma de éste e intenta sacarla adelante de forma honrada, esquivando los tejemanejes corruptos, las sospechas infundadas de la fiscalía y enfrentándose a otros empresarios del sector: el del suministro de fuel para calefacciones.


La cinta, filmada con un academicismo ciertamente loable, resulta sobria, perfectamente perfilada y está dotada de un guión al que no le sobra absolutamente nada. Afronta el tema de las mafias y la corrupción empresarial desde el lado opuesto, el de un hombre que quiere salvar su negocio de forma honesta, a pesar de las presiones que nacen de su propia esposa, una mujer dura y sin escrúpulos a la que da vida, de forma contundente, una Jessica Chastain que, en esta ocasión y teñida de rubio, se acerca de forma magnífica a un rol totalmente distinto a los que la chica nos tiene acostumbrados.


De fotografía fría y ambientes sórdidos, J. C. Chandor construye un thriller atípico que, con un mucho de melodrama en su haber, arropa el retrato de un pequeño imperio empresarial que, por momentos, nos acerca a cintas de una época muy concreta ya que, en varios de sus pasajes y a pesar de tratar temas distintos, a uno le pasan por la cabeza imágenes de cintas como Serpico de Lumet o de la mismísima trilogía de El Padrino del maestro Coppola.

Narrada de forma calmada y sin prisas, El Año Más Violento, contiene, al mismo tiempo, escenas de acción dignas del mejor cine de género, como sucede con una persecución entre un automóvil y un camión robado que culmina a pie, de manera muy a lo French Connection (¡qué grande era Friedkin!), corriendo por escenarios ciertamente fantasmagóricos y junto a las vías del tren de una Nueva York gris y un tanto espeluznante.


Cine serio y compacto, del que hay que tener en cuenta. Un bravo para un Chandor que, en este trabajo, se muestra capaz de aproximarse a los grandes del Séptimo Arte sin desentonar en absoluto.